Mis cinco horas con Fidel Castro
1993. Creo recordar que hacia el mes de mayo. En aquel entonces yo era Diputado del Parlamento Europeo. En mi condición de miembro de su Delegación para las Relaciones con América Central, Cuba y México, viajamos a La Habana para entrevistarnos con Fidel Castro.
Unas líneas para poner las cosas en su contexto. En noviembre del 89 se había derrumbado el Muro de Berlín sobre las ruinas de la URSS llevándose por delante, entre otras lindezas, el COMECON: aquella especie de comunidad comercial de los países comunistas a través de la cual Rusia subvencionaba a sus países satélites. Este mecanismo permitía a Cuba subsistir gracias a la exportación, a precios disparatados fuera de toda lógica de mercado, de sus cada vez más menguantes zafras de azúcar. Pero el guión cambió radicalmente en el 91 con la desaparición de dicho mecanismo.
En el 93, la situación era ya muy grave. Se calculaba que el PIB de Cuba había caído nada menos que un 40%. El país estaba en estado de absoluta depauperación. La población pasaba literalmente hambre y estaban empezando a aflorar enfermedades consecuencia de la desnutrición generalizada (que el régimen achacaba a intentos de envenenamiento por los americanos).
El mensaje que portábamos era muy claro: “Comandante, Europa está dispuesta a ofrecer ayuda a cambio de apertura”. No era cuestión de exigir un imposible –la democratización inmediata del sistema- bastaba con enseñar la patita y dar muestras –por tímidas que fueran- de voluntad de apertura y cambio.
Nuestra delegación era numerosa. Seríamos unos 10 eurodiputados de diferentes países e ideologías -para reforzar la idea de que la iniciativa era unánime- más algunos funcionarios de la Eurocámara y varios intérpretes, ya que no todos los miembros de la delegación hablaban español. En total, puede que fuéramos unas 20 personas. Después de mantener algunas reuniones previas con otros destacados miembros de la nomenclatura comunista cubana, llegó el plato fuerte: la ansiada reunión con Fidel Castro. Para que nos escuchara…
Ya estábamos los 20 acomodados en una gran sala de reuniones cuando hizo su entrada el Comandante, tan sólo acompañado de Carlos Lage (secretario del Consejo de Ministros en la época, de tendencia aperturista lo que le acabó acarreando su destitución, ocupando posteriormente un puesto de administrativo en un hospital) y Roberto Robaina (ministro de Asuntos Exteriores con aspecto de cantante de salsa, que también acabó siendo apartado del Partido Comunista Cubano por los mismos motivos que Lage, ganándose posteriormente la vida como pintor).
Se supone que Fidel Castro iba a escucharnos… pero tomó él la palabra: “He leído que la Unión Europea está pagando a sus agricultores para que retiren tierras de labor y eliminen ganado… Qué curioso, ¿no? ¿Y no han pensado que sería mejor que siguieran cultivando y produciendo leche y mantequilla para dárnosla a nosotros, a los países pobres?” Total, que la reunión se convirtió en un santiamén en una defensa de la Política Agrícola Común, de la UE, tratar de hacerle ver que eso que decía era un imposible entre otras cosas porque los países del tercer mundo carecían de una red de frío y otros argumentos racionales que se estrellaban ante su dialéctica, tan hábil y ágil como demagógica y tergiversadora. Y así estuvimos reunidos tres largas horas más dos más a continuación, ya en una recepción a la que se incorporó lo más granado del régimen cubano… y en la que vi a más de uno –se supone que alto cargo porque en caso contrario no hubiera estado ahí- meterse disimuladamente en el bolsillo algunos sandwiches.
Fuero cinco horas con el Comandante. Un Fidel Castro a sus anchas. Comunicador insaciable. Embaucador. Seductor. Dueño de la escena. Seguro de sí mismo, haciendo gala de una determinación sólo comparable a su ego. Esclavo de sus pasiones, que confundía con la realidad pero trataba de imponer al resto. Un dechado de demagogia capaz de rechazar cualquier argumento racional. Y, por supuesto, nuestro mensaje, si es que llegamos a tener la oportunidad de exponerlo racionalmente, cosa que tantos años después ya hasta dudo, olímpicamente ignorado.
Cuando salíamos, Fernando Suárez, que era el presidente de la Delegación, me preguntó: “¿Qué te ha parecido Fidel?”. Me salió una respuesta espontánea: “¡Que es igual que mi suegro!”
Se me olvidaba: en aquel entonces, mi suegro se llamaba José María Ruiz Mateos. Descansen ambos en paz.
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