Imágenes de la fe

Semana Santa

Guardo con emoción en mi memoria el día en que la madrileña Hermandad y Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y María Santísima de la Esperanza Macarena me invitó a dar su pregón de Semana Santa en la iglesia del Monasterio de las Madres Jerónimas, en el corazón del Madrid de los Austrias.

Sentí aquella mañana la gran responsabilidad que entrañaba dar el anuncio ante los miembros de la Hermandad del tiempo que tanto habían esperado: el momento de salir con las imágenes de Jesús del Gran Poder y la Virgen de la Esperanza Macarena por las calles del viejo Madrid, ante miles de madrileños y visitantes.

Todos ellos, creyentes o no, admiran la belleza de aquella conmovedora representación, que entre otros muchos significados guarda el del infinito amor de una madre por su hijo, que por ser el más profundamente humano, quizás sea el que más nos puede acercar al misterio cristiano del divino.

En mi intento de aproximarme al significado de la Semana Santa recordé aquellos versos de Jorge Luis Borges ante la visión del Cristo: «¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?».

Es la pregunta del hombre angustiado por su conciencia de su efímero paso por el mundo, torturado por el dolor de los golpes de la vida y que se ve abandonado en medio de su sufrimiento. Su respuesta está para muchos en la celebración de estos días en toda España, en el que acompañamos por las calles las imágenes sagradas de un hombre angustiado, torturado y abandonado, y una mujer, su madre, en cuya alma se multiplica infinitamente el dolor de su hijo.

La emoción ante esas imágenes trasciende el hecho de que sea uno creyente o no. Si, como reconocía Borges, el ser humano sigue sufriendo aquí y ahora, el dolor de aquella madre y de su hijo nos interpela a todos frente al sufrimiento de los demás, con las pequeñas y grandes cruces que a nuestro alrededor vemos a otros también cargando.

Quizás una de las imágenes de Cristo que a mí más me impresiona en este sentido, por su profunda y serena forma de representar el dolor de todos los seres humanos, es la que se conserva en el panteón de los reyes de Portugal: el Monasterio de Batalha o de Santa María de la Victoria, construido en el siglo XIV por el rey Juan I de Portugal en gratitud por el triunfo en la batalla de Aljubarrota contra los castellanos.

Se trata del Cristo que se erigía a principios del siglo XX en una encrucijada junto a la localidad francesa de Neuve-Chapelle, cerca de la frontera belga, donde fue desplegada en la Primera Guerra Mundial una de las dos divisiones del Cuerpo expedicionario portugués que lucharon con los aliados. A aquel crucero se acercaban los soldados portugueses a rezar o simplemente a fotografiarse cuando el frente estaba en calma.

El 7 abril de 1918, hace ahora ciento cinco años, se desencadenó en ese sector la ofensiva alemana conocida como la batalla de Lys. Las tropas portuguesas soportaron en sus posiciones, durante dos días, un diluvio de fuego y metralla antes del ataque. Aquella carnicería causó 7.000 muertos a las fuerzas lusas. El pueblo de Neuve-Chapelle fue borrado del mapa. Pero después de la batalla se descubrió que la figura del Cristo, ya sin cruz ni crucero, seguía en pie, erguido sobre aquel espantoso paisaje lunar cubierto de cadáveres, cráteres de bomba y árboles astillados.

Semana Santa
Cristo de las Trincheras.

Mutilado y acribillado por la metralla, sin la mano derecha ni la mitad inferior de ambas piernas, con un boquete del tamaño de un puño en el mismo lugar del costado derecho donde el legionario romano le clavó la lanza y con una larga grieta en el izquierdo, el Cristo de las Trincheras fue rescatado del lugar y puesto a seguro, permaneciendo el resto de la guerra junto a los soldados portugueses.

En 1958, cuarenta años después de la batalla de Lys, fue donado por Francia a Portugal en plena dictadura de Oliveira Salazar. El mismo 9 de abril, aniversario de la ofensiva sobre Neuve-Chapelle, sería depositado en la sala capitular del Monasterio de Batalha.

A los pies del Cristo de las Trincheras, se te hace un nudo en la garganta. Impacta la visión de un hombre ya torturado sobre cuya imagen se ensañó además la ardiente metralla, al igual que sobre los combatientes que se enfrentaron en aquel campo de batalla.

La imagen superviviente de las tempestades de acero caídas sobre Neuve-Chapelle preside un monumento al soldado desconocido. Ambos tienen una guardia permanente de dos militares del Ejército portugués, cuyo sobrio relevo, del que fui testigo el pasado verano, sobrecoge verdaderamente, también por la fidelidad que demuestra la República portuguesa a su propia Historia nacional, más allá de épocas y regímenes.

Hoy, en la localidad de Richebourg, en el mismo escenario de la batalla, se levanta un cementerio militar portugués con los restos de cerca de dos mil caídos del cuerpo expedicionario portugués. Todos ellos cayeron con sus madres lejos de sus calvarios, como las de los dos ladrones del Gólgota, ausencias que encarnan dramáticamente las insomnes noches, los angustiosos días, de las mujeres a las que el dolor y la ansiedad por la suerte de sus hijos muerden el corazón sin tregua.

Muchos de aquellos combatientes morirían seguramente invocando a aquel Cristo solitario del frente de Neuve-Chapelle, quizás como lo hizo dos años antes, en otro de aquellos infinitos calvarios de la Gran Guerra, el joven inglés William Noel Hodgson, quien escribió en su poema «Antes de la acción», dos días antes de su muerte, con 23 años, en la primera jornada de la batalla del Somme, el 1 de julio de 1916:

«Por todos los placeres que voy a perderme,
ayúdame a morir, Señor».

Estos versos evocan, entre el escalofrío, la compasión y la ternura, una fe entendida, no como un blindaje que ilusoriamente nos protege contra la angustia, el dolor y el sufrimiento, sino una fe que nos desnuda de nosotros mismos, nos libera de la carga de nuestros egoísmos. Es esa fe, pienso, la que buscamos renovar cuando conmemoramos la pasión, muerte y resurrección de Cristo o cuando damos nuestro aliento, cada cual a su manera, a quienes resucitan cada día dentro de nosotros.

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