La hermenéutica de Agustín Buades

La hermenéutica de Agustín Buades

La democracia es el único régimen político en el que sus élites gobernantes justifican sus errores atribuyéndolos al pueblo que les ha votado. La peculiar interpretación de los resultados electorales es una muestra palpable de ello. Marga Prohens interpretó que la «voluntad general» del pueblo balear manifestada en las urnas de las pasadas elecciones autonómicas había sido la de un «gobierno en solitario» de su partido, un gatuperio apoyado unánimemente por la pepesfera balear en su afán por evitar que Vox entrara en su gobierno.

Ahora, Agustín Buades, tras irse por su propio pie de su grupo parlamentario, afirma que la «voluntad general» expresada por los 62.000 votantes de Vox se concretó en el sagrado acuerdo de los 110 puntos de gobierno que suscribieron PP y Vox a cambio de apoyar el «gobierno en solitario» de Prohens, un acuerdo que saltó por los aires el pasado mes de julio tras la decisión de la cúpula de Bambú de romper todos los acuerdos autonómicos con el PP a menos que sus líderes regionales rechazaran las políticas de puertas abiertas frente a la inmigración descontrolada, masiva e ilegal. La inmigración es, ahora mismo, el cuarto mayor problema para los españoles, mientras los abusos y excesos de la clase política se mantienen como el mayor de todos ellos.

No sé en qué ciencia infusa o verdad sociológica se basan Prohens y Buades para afirmar que la «voluntad general» expresada en las urnas es la de un «gobierno en solitario» del PP junto con el pacto de estos 110 puntos. ¿Creen de verdad que los electores votaron exactamente eso? Lo cierto y seguro es que los votantes de Vox votaron el programa de Vox y los del PP el programa del PP. Los pactos postelectorales, los visibles pero también los invisibles por inconfesables, los suscriben los dirigentes de los partidos en los despachos a puerta cerrada y sin la menor participación del electorado, un escenario que, no por normalizado resulta menos dañino para la representatividad al socavar la ya débil confianza entre representantes y representados. No estoy descubriendo nada nuevo, por supuesto, pero lo que pretendo subrayar es la propia naturaleza de los pactos postelectorales, a menudo una auténtica estafa, no digamos cuando se producen entre perdedores con el único fin de impedir que el vencedor gobierne, como el que a día de hoy mantiene a Pedro Sánchez en La Moncloa.

Ahora que algunos están celebrando los 25 años del primer Pacto de Progreso de 1999, no está de más recordar que en cuestión de pactos de perdedores los baleares fuimos unos adelantados a nuestro tiempo, mostrando un atrevimiento que por aquel entonces era inaudito en la Península. Todavía en 1996, Felipe González se apeaba del poder tras haber perdido la mayoría por unos cientos miles de votos ante José María Aznar. Un año antes, aquí habíamos inaugurado un primer pacto de perdedores en el Consell de Mallorca gracias a una coalición (PSOE-PSM-IU-UM) que expulsaron al claro vencedor (PP), al que sólo faltaba un conseller (de 33 en total) para obtener la mayoría absoluta.

Desde entonces, esta fórmula de pacto entre perdedores se ha repetido hasta la saciedad en los gobiernos regionales (1999, 2007, 2015) hasta el punto de que, a fuerza de acostumbrarnos, la hemos metabolizado y normalizado sin detenernos a pensar en la legitimidad (de origen y de ejercicio) de este tipo de pactos. Para más inri, la Constitución del 78 prohíbe el mandato imperativo, dando más manga ancha si cabe a los partidos políticos para sus tejemanejes en los despachos.

Lo que está claro es que quien votaba a UM no votaba el programa del PSIB, ni tampoco el del PSM, ni tampoco el de Izquierda Unida. Tanto es así, tan alejado estaba un votante de UM de uno del PSM o de IU, que los socialistas no tenían más remedio que hacer de sus tripas corazones para poner de acuerdo a unos y a otros porque ni siquiera los políticos de UM querían hablarse con los del PSM o IU. El PSIB negociaba a dos bandas, primero con Maria Antònia Munar y luego, separadamente, con Pere Sampol y Eberhard Grosske. Cultura del pacto, lo llamaban, todo un eufemismo para referirse a una estafa en toda regla.

Ningún votante había votado aquel pacto contranatura ni tampoco el programa que se llevó a cabo pero el mito del progreso justificaba ante la opinión pública la comunión entre perdedores que, como sabemos, no tenía otro objeto que expulsar al PP y repartirse las poltronas.

¿Acaso no se pueden sumar escaños de varios partidos para conformar mayorías de gobierno?, me objetarán. Naturalmente que pueden, es más, no queda otra en un régimen parlamentario como el español donde obtener una mayoría absoluta es harto difícil, pero no vayamos a hacer de la necesidad virtud. Hacerlo sí se puede hacer, otra cosa es si es ético y si estos pactos en los despachos no contribuirán a acrecentar la penosa imagen que tiene el ciudadano de a pie de los partidos políticos.

Si la ética les importara a los partidos que saben que van a tener que alcanzar algún pacto postelectoral, como por ejemplo PP y Vox, una solución sería presentar, además del programa electoral de máximos de cada uno de ellos, otro común de mínimos entre los dos que sería el que se aplicaría en caso de gobernar juntos. Al menos, sabríamos a qué atenernos y evitaríamos los sobrehumanos esfuerzos de oráculos como Prohens y Buades para interpretar la «voluntad general» y así justificar lo que las oligarquías partidarias decidieron en los despachos.

Balance de los 110 acuerdos entre PP y VOX

En relación a las afirmaciones de Agustín Buades en el sentido de que el pacto que aglutina los 110 acuerdos entre PP y Vox estaba funcionando a la perfección me van a permitir mis señorías que lo ponga en duda. A mi juicio el PP se ha limitado a implementar aquellas medidas que ya estaban en su programa electoral, ninguna más. Los temas propiamente de Vox han quedado aparcados envueltos en la polémica.

La implementación de la libre elección de lengua ha sido una tomadura de pelo. No se ha puesto en marcha la Oficina Lingüística para terminar con la discriminación del español en las administraciones. La supresión de las subvenciones a sindicatos y patronales, como se aprobó en los presupuestos de 2024 después de unas duras negociaciones, ha sido saboteada por la puerta de atrás. El adelgazamiento de la administración balear ha consistido en el ya típico quítate tú que me pongo yo. Apenas se ha tocado ninguna empresa pública.

Bajar impuestos y gastar más son decisiones que no implican ningún desgaste, no digamos para un Antoni Costa necesitado de cariño que debe pensar que ahora mismo todo el monte es orégano después de pasarlas canutas como director general de presupuestos en 2011, cuando tuvo que afrontar una herencia calamitosa con más de 50.000 facturas impagadas por valor de más de mil millones de euros sin que ningún banco quisiera fiarles un préstamo.

Diga lo que diga Buades, el votante de Vox aspira a mucho más, a muchísimo más de lo logrado por el Govern de Prohens en su primer año de legislatura. Ni siquiera en términos de gestión estamos para lanzar cohetes: seguimos con el mismo número de barracones que nos legó Martí March y las listas de espera sanitarias siguen tan largas como siempre. Pero vayamos a lo importante.

Vox no nació para echar a la izquierda, nació para desmantelar las políticas de izquierdas, sean estas últimas realizadas por el PSOE o por los membrillos socialdemócratas del PP. La razón de ser de Vox es dar la batalla cultural y desmantelar la ingeniería social de la izquierda (catalanismo, feminismo de última generación, catastrofismo climático, ideología woke, inmigración sin control, memoria histórica, estatismo reptante y rampante, adoctrinamiento educativo), algo que el PP no está dispuesto a hacer bajo ningún concepto porque sabe que poner en entredicho uno solo de los prejuicios ideológicos de la izquierda (véase la que se ha montado con la derogación de la Ley de Memoria Democrática) le va a suponer un desgaste que ven inasumible. En su pecado está su penitencia porque hacer «como si» hicieran algo para terminar no haciendo nada es lo peor que uno puede hacer: enfurece a tus votantes pero también a los que no lo son.

No nos equivoquemos. La verdadera razón por la que los medios y el establishment demonizan a Vox un día sí y otro también radica en que Vox amenaza los privilegios y los intereses de las castas parasitarias acostumbradas a vivir de la mentira ideológica y a costa del sudor de aquellas clases medias «deplorables» que todavía no han conseguido enrolarse en las administraciones públicas. Vox aspira a construir una España nueva de dioses fuertes (familia, nación, religión, menos estatismo) mientras el PP sólo aspira a asentar los servicios públicos ideados por los socialistas, así como a mantener el statu quo de estas castas parasitarias por miedo a la reacción de la izquierda y a la de sus muchos correligionarios que forman parte de ellas.

El PP no aspira a conformar ninguna ciudadanía fiel a sus principios y convicciones (no los tiene, sus feijoos podrían formar parte perfectamente del PSOE bueno que todavía andan buscando), sino sólo a gestionar mejor los servicios públicos de una sociedad a la que ha renunciado a dirigir, como sí ha hecho la izquierda que, inspirándose en el comunista Antonio Gramsci, ha puesto a su servicio los medios de intoxicación de masas, la educación, el mundo de la cultura y la universidad. En definitiva, el PP carece de proyecto propio para España que no sea el consenso con los socialistas y a lo más que aspira es a ganar elecciones siempre que la izquierda, como ahora con Pedro Sánchez, se esfuerce en perderlas por hartazgo de sus votantes.

Comoquiera que los socialistas son los máximos responsables de la descomposición en todos los sentidos que sufre la España de hoy y de la revolución moral que ha obrado en los corazones de los españoles en los últimos 50 años, una sociedad a la que, a decir de Alfonso Guerra, «no la reconoce ni la madre que la parió», sólo cabe recordar las sabias palabras de Jaime Balmes para cerciorarse de que los colaboradores necesarios que trabajan sin descanso para el proyecto disolvente del PSOE y del separatismo no son más que los melifluos populares.

Decía Balmes que «los partidos de instinto moderado y sistema conservador se convierten en conservadores de los intereses creados de una revolución consumada y reconocida, resultando a la postre más útiles a la revolución que los propios partidos revolucionarios». En efecto, podemos afirmar que el partido realmente ultraconservador es ahora mismo el PP con su defensa a ultranza de todos los intereses creados por la revolución moral, política y social que, encabezada por el PSOE, ha conducido a España a la situación actual.

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