Grandeza y finura italianas, miseria española
La gran tuitera Amalia Blanco, siempre majestuosa y atrevida, escribió el otro día: “Jamás pensé que políticamente fuese a tener envidia de los italianos. Pues la tengo. Mucha”. Se refería a la decisión del presidente de la República de proponer como primer ministro a Mario Draghi, el ex del Banco Central Europeo que ha conseguido formar gobierno con la extrema izquierda y con la extrema derecha gracias a que ambos polos se han conjurado para tratar de salvar Italia e intentar gestionar de la mejor manera posible los fondos por valor de más 200.000 millones que llegarán al país transalpino para combatir la pandemia.
A estas alturas de la vida, el debate sobre las razas me parece superfluo. Es verdad que hay blancos y negros, pero luego hay una categoría superior: los italianos. ¡Cómo se ayudan! ¡Cómo son capaces de ir todos, en un momento determinado, en la misma dirección! ¡Cómo se confabulan para conservar a flote una nave que lleva treinta años a la deriva! Son unos genios. Sin lugar a duda. Supongo que tiene que ver con una tradición florentina legendaria, que es el arte de la hipocresía, o el ejercicio del cinismo, que son la apoteosis de la civilización. Aquí en España, desde que el socialismo moderno se hizo presente, domina el engaño y la mentira.
Nuestro presidente Sánchez las ejerce con una maestría difícil de superar, posee en grado sumo esa astucia o malicia en la manera de obrar que da a entender lo contrario de lo que siente. El día de autos felicitó a Mario Draghi con efusión. Como siempre he pensado que, pese a ser tremendamente listo, es un indigente intelectual poseído maníacamente por la ambición y la osadía, quizá haya reparado poco en que la entronización de Draghi en Italia representa un grave inconveniente para España. Los dos países del Sur somos el enfermo de la Unión Europea, pero ahora uno ha pasado a ser dirigido por un cirujano reputado que salvó la moneda única y que tiene un currículum inmaculado en el sector financiero mientras otro está en manos de un muñeco de cera experto en la propaganda y el márketing.
La reacción de los mercados a la llegada de Draghi ha sido elocuente. La prima de riesgo se ha reducido drásticamente. Los inversores creen con razón que ha aceptado el encargo para hacer cosas, y presumen que todas buenas: reformar la administración pública ineficiente -que es una lacra-, racionalizar el sistema de pensiones y sobre todo modificar radicalmente el mercado laboral, que aún es peor, más rígido e inflexible que el español; que viene de los tiempos de Mussolini, que padece la nefasta intervención sindical de corte comunista, y que entorpece la voluntad de las empresas de conseguir mano de obra productiva a buen precio. Italia tiene un problema de gasto público descomunal, pero la llegada de Draghi representa una lucecita dentro de un bosque espeso, oscuro y tenebroso.
Aunque ha formado un gobierno lleno de políticos de los partidos de distinto signo que lo han apoyado en su nuevo menester ha reservado los puestos más notables a personas de su confianza, técnicos acreditados en la vida financiera y empresarial, diligentes a la hora de tomar decisiones y casi siempre acertados en encontrar las más oportunas. El director del Banco de Italia como ministro de Economía, el ex presidente de Vodafone, Vittorio Colau, para impulsar la digitalización, o Renato Bruneta, que está obsesionado por aumentar la productividad de la Administración Pública, son tipos de primera fila. Y otros también.
Uno compara el Ejecutivo italiano y luego mira al de España, dirigido por un petimetre con ínfulas y vicepresidido por un bolchevique con aspecto poco aseado, en chaleco y con las mangas de la camisa remangadas, denostando la democracia española, combatiendo la monarquía parlamentaria y apostando por todas las políticas contrarias a las idóneas para recibir los fondos europeos y no puede sentir más que vergüenza a la par que la envidia de la habla la señora Blanco.
La llegada de Draghi a Italia es muy mala noticia para el Gobierno de Sánchez. Pondrá el foco de atención de la Comisión Europea en nuestro país por la sencilla razón de que el italiano es una garantía mientras el español suscita la inquietud permanente. Merece la pena recordar que la presidenta del Partido Socialista, Cristina Narbona, acaba de firmar un manifiesto en favor de condonar la deuda junto al número dos de Podemos, un dislate que no ha cometido ningún homólogo europeo. Todos han orillado este espinoso asunto que, de ser puesto en práctica, destrozaría la unión monetaria y socavaría la moneda única pero al que el ‘sanchismo’ irresponsable ha dado alas.
Draghi llega al Gobierno de Italia libre de cargas y de hipotecas. Naturalmente ha tenido que contentar a todas las formaciones que lo han apoyado, pero ya está de vuelta y tiene más conchas que un galápago, como dicen en mi pueblo. Lo ha sido todo en la vida, menos presidente de la República -que es el cargo que le espera, si lo hace bien-, pero ha aceptado este reto mayúsculo para mojarse, para restituir el dinamismo y la competitividad de Italia aprovechando los magnos recursos que va a recibir y que deben gastarse de la manera más imaginablemente provechosa. Hará lo que tenga que hacer para conseguirlo y si se lo impiden de manera inexorable, pues se marchará y ya está. Su trayectoria es la ventaja enorme que lo habilita para esta situación inédita y única, y también la que lo diferencia de nuestro querido presidente, con el que la comparación es sencillamente insultante.
Mal que le pese a Sánchez, y al gobierno de entre inútiles y mediocres que preside, Draghi ha llegado para mostrarnos el camino, para diseñar unos estándares que habrá que igualar si queremos honrar las ayudas que vamos a recibir de la Unión Europea y que en ningún caso van a ser gratis. El economista y matemático César Molinas, al que tanto admiro, escribió al hilo del nombramiento de Draghi el siguiente tuit: “¿Qué personalidad española de prestigio mundial podría liderar un gobierno de salvación nacional en España como están haciendo ahora mismo en Italia? A mi no se ocurre ninguna. Y España necesita un gobierno de salvación nacional mucho más que Italia”.
Yo tengo que hacer algunos peros a este noble propósito del señor Molinas. El primero es que en España el jefe del Estado, que es el Rey, no tiene facultades para proponer un primer ministro alternativo al actual, en caso de crisis galopante, como ha sucedido en Italia. La única posibilidad resolutiva son unas nuevas elecciones. El segundo es que, en España, y quizá por fortuna, la legitimidad democrática es una circunstancia difícilmente eludible, de modo que es impensable, como allí, un gobierno que, aún con respaldo parlamentario, no haya pasado previamente por las urnas -o por una moción de censura infausta como fue el caso de Sánchez-.
La tercera es que teniendo en cuenta el primitivismo de la política española, y la consecuente disputa partidista de vuelo gallináceo, aquí la tecnocracia cotiza siempre a la baja. Está considerada de un ‘supremacismo’ intelectual impropio e incompatible con la nación servil a la que estamos acostumbrados, en la que se desprecia el mérito, la inteligencia y en el que la entrega desinteresada para prestar un servicio público siempre parece sospechosa. Un gobierno de salvación nacional como el que propone Molinas no es plausible en el país, por muy necesario que lo consideremos. Para eso tendríamos que ser italianos, que no es el caso; contar con unos ciudadanos reacios a votar al inepto ex ministro Illa, con casi 100.000 muertos a sus espaldas, tener un presidente del Gobierno que no sea un embustero patológico, o una sociedad que repudiara a un vicepresidente corrompido no sólo por sus ideas sino también por la pasta. Es decir, un país más parecido a la grandeza y la finura italianas, que siempre florecen en los momentos críticos.