El Gobierno y su hábito de doblar la ley


El poder judicial en España es un árbol viejo, robusto, que ha resistido tempestades de toda laya. Pero, en esta era sanchista, los vientos son huracanados y proceden de quienes deberían ser garantes del orden, no verdugos de la independencia. Ministros como Bolaños y los partidos independentistas, se empeñan en golpear las raíces con un martillo de gestos y decretos, mientras en el fondo suenan risas de complicidad. Como dijo Montesquieu: «La libertad política no puede existir sin la separación de poderes», y en esta España, la separación de poderes parece ser un ideal olvidado entre los pasillos del Congreso y los platós de televisión.
El Tribunal Supremo, ese faro que debería iluminar el camino de la justicia, sufre embates continuos. Pero no olvidemos los pequeños juzgados, donde día a día se dictan miles de sentencias que intentan mantener la equidad, la imparcialidad y la justicia ciega, tal como sostenía John Rawls, que recordaba que «La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales». No todas las sentencias son perfectas, pero cada una representa un esfuerzo por sostener un orden que algunos, en La Moncloa, se empeñan en socavar con miradas entrecerradas y comentarios velados.
Lo más perverso es que dentro del propio gobierno hay jueces que han adoptado la táctica de tirar la piedra y esconder la mano. Marlaska y Margarita Robles, con su sonrisa medida y sus declaraciones contenidas, parecen susurrar a la justicia que no se equivoque, que recuerde su lugar. La corrupción que rodea al presidente del Gobierno le asusta, pero no lo suficiente como para respetar la autonomía judicial que condenó a Urdangarin, y mucho menos la que antes sentenció a otros españoles por delitos de necesidad, por robar para comer. La memoria de la justicia no es selectiva; el Gobierno, en cambio, sí lo es.
Hans Kelsen recordaba que «La independencia judicial no es una cuestión de confianza, sino de estructura», y es esa estructura la que se tambalea bajo los ataques de quienes deberían ser guardianes de la legalidad. Pero la justicia no es solo Tribunal Supremo o Constitucional; son también los juzgados de barrio, los magistrados que se enfrentan a procedimientos complejos, denuncias incómodas y casos que nunca serán noticia en prime time. Cada sentencia, cada oficio diligente, es un acto de resistencia frente al intento de politizar la ley.
El problema no es la justicia, sino los que la miran desde el Gobierno con ojos de propietario. Esta semana, en TVE, !cómo no!, el presidente Sánchez mostró una vez más ese desprecio soterrado por la independencia judicial, mientras sus ministros se limitaban a asentir y los partidos independentistas aplaudían. La ceguera que reclama la justicia, como decía Montesquieu, se convierte en burla cuando el poder la manipula con fines políticos. Pero la justicia, sigue dictando sentencias, sigue siendo un muro frente al abuso, un espejo que refleja lo que algunos querrían ocultar.
Se puede insultar, difamar y socavar, pero no se puede erradicar la justicia sin destruir primero el alma de España. La independencia judicial es un derecho que ni los ministros de sonrisa contenida pueden subvertir. Y mientras haya jueces que trabajen con rigor, cada día que amanece trae consigo un recordatorio: la justicia no se vende, no se dobla, y mucho menos se olvida. Como dijo Lord Denning, «Una justicia que teme a los poderosos no es justicia; es servidumbre».
Así es la España de hoy: un país donde la justicia sigue siendo ciega a la hora de dictar sentencias, aunque algunos en el Gobierno se empeñen en mirarla de lado, y donde los jueces, grandes y pequeños, siguen escribiendo con tinta invisible la memoria de un Estado que insiste en llamarse democrático.