La felicidad, el socialismo y la ‘vida padre’

La felicidad, el socialismo y la 'vida padre'

Desde que Dios puso al hombre sobre la tierra para que la trabajara y obtuviera de ella el mayor rendimiento posible a fin de satisfacer sus necesidades básicas o de subsistencia, y luego disfrutar del cultivo de las artes o de otras actividades contemplativas e igualmente fructíferas, las personas han tenido siempre una inclinación natural por lograr el bienestar y alcanzar esa meta que a veces se presenta tan imposible y que es la felicidad. Para recorrer este camino que jamás acaba ha sido fundamental el dominio de la tierra o de los bienes, es decir, la propiedad privada, así como la apropiación del mayor fruto posible del trabajo, para satisfacción personal y de la familia, sin desentenderse de los problemas de la comunidad donde uno estuviera establecido. Pero todas estas cuestiones, que forman parte del orden natural de la humanidad, han saltado por los aires desde la expansion del socialismo, su desconsideración hacia la capacidad de los individuos para ‘buscarse la vida’ de manera autónoma y su inclinación inexorable a resolver nuestros problemas con el dinero de los demás, extrayendo hasta límites confiscatorios el provecho del sacrificio ajeno para depositarlo en burócratas despojados de cualquier entendimiento certero sobre los anhelos genuinos de las personas, sus ambiciones y deseos.

Ya en la declaración de independencia de los Estados Unidos de América, que data del 4 de julio de 1776, los padres fundadores decían «sostener por sí mismas como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Y que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos». Y sobre todo lo dicho, el insigne Benjamin Franklin matizó: «La Constitución no garantiza la felicidad, sólo la búsqueda de la misma. Cada persona debe conquistarla para sí misma».

El gran historiador del pensamiento económico y amigo personal Pedro Fraile nos recuerda que desde Adam Smith «sabemos que el bienestar es un sub-producto, una consecuencia no buscada de la interacción entre los individuos en cuya intención no entraba promoverlo. Sin embargo, aspirar a la felicidad nos define como personas y el deseo de mejora personal sigue siendo el motor del crecimiento». Thomas Jefferson dejó escrito también en 1776 que «la libertad, la igualdad ante la ley y la pretensión de mejorar son los rasgos de la dignidad con la que todos hemos sido creados». Pero igualmente insistió en que «los individuos tenemos derecho a la persecución de la felicidad -the pursuit of Happiness-, no  a conseguirla de forma garantizada a través de la intervención coercitiva del Estado». Esta diferencia tan sustancial empezó a olvidarse pocos años después, y lo que en principio fue el derecho a la mejora personal a través del esfuerzo, el intercambio voluntario y la igualdad ante la ley acabó poco a poco por convertirse en el avance de los derechos sociales ejercidos desde el poder del Estado a favor de algunos individuos y en contra y a costa de otros. La benevolencia y el auxilio individuales basados en instituciones cercanas -familias, cooperativas, parroquias, asociaciones privadas- fueron poco a poco desplazados por la solidaridad obligatoria impuesta de manera coercitiva a través de sistemas fiscales altamente redistributivos y contrarios a cualquier incentivo personal. El derecho a la libre persecución de la felicidad ha llegado a convertirse en la garantía de acceso a coste cero (para el usuario) de servicios sanitarios, seguros de desempleo, pensiones de vejez, enseñanza de cualquier nivel, viviendas, movilidad y toda clase de protección contra el azar. En un siglo y medio hemos transcurrido sin interrupción de las garantías para que los individuos persigan libremente la felicidad a través del mercado a la garantía universal del Estado de que nos la proporcionará sin esfuerzo, aunque sea a costa de otros.

La conclusión evidente de estas enseñanzas de la historia es que los poderes públicos se constituyeron con el objetivo de facilitar nuestro bienestar y la mayor felicidad posible aunque, dado el grado de manipulación y malversación que se ha abatido sobre los mensajes y declaraciones de los padres fundadores, en demasiadas ocasiones observamos con perplejidad cómo los políticos en el poder se empeñan en dificultar nuestra prosperidad y incluso a veces en hacerla imposible.

En mi opinión, la causa de esta perturbación de los fines de la acción política tienen mucho que ver con la confusión que se ha consolidado de manera generalizada entre la vida buena, la que está orientada segun principios éticos y morales acordes con la ley natural -aquella que no sólo busca la satisfacción propia, personal e interesada, sino que gusta de involucrarse en el destino de la comunidad en la que vive, la que goza del bienestar general y común-, con la buena vida, que, corrompida hasta extremos nocivos por el socialismo, se ha transformado más bien en la vida padre. En unos casos, esta alteración de fines y objetivos se ha traducido en que gran parte de la gente solo ambiciona su enriquecimiento personal y lo más rápido posible -ya sea por medio de actitudes torcidas-, y en que el resto, en lugar de explotar sus capacidades y perseguir sus anhelos, han depositado su consumación en manos del Estado, a cargo de los recursos de los individuos más productivos, abjurando de cualquier responsabilidad en el futuro de sus vecinos y semejantes, que también se endosa al Estado benefactor, perdiendo de esta manera cualquier pulsión relacionada con la virtud de la magnificencia, la caridad y el altruismo del que tan buenas muestras ha dado la humanidad a lo largo de los siglos construyendo hospitales y universidades o fundando instituciones destinadas a paliar la indigencia y la pobreza desgraciadamente insuperables.

Este es el daño moral causado por el mal llamado Estado del Bienestar: que el ciudadano de nuestros días contempla la seguridad que le proporciona el Gobierno de turno como algo consustancial a su propia forma de vida, a lo que difícilmente va a renunciar. Y esto es lo malo, que como consecuencia de tal engaño general a gran escala todos los políticos, ya sean socialistas o conservadores tienden sin distinción a ofrecer programas de gasto en favor de sus clientelas a fin de ganar las elecciones, que es lo que de verdad importa a los políticos.

Necesitaríamos una transformación copernicana de la clase política para que el PP de Feijóo, en el caso venturoso de que ganase las elecciones, promoviera un cambio de rumbo para atacar lo que me parece el problema crucial de nuestro tiempo. Por desgracia, no sucederá.

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