El éxtasis de Santa Rosalía
No le tengo manía a Rosalía, aunque sería comprensible por su hiperpresencia desmesurada en todas partes. En mi caso (seguidora de su impecable estilo vanguardista y de algunos de sus temas), esperaba que su nuevo disco me ofreciera algo reconfortante. No lo ha hecho.
El refrito operístico sinfónico de fritanga, a mí (como a cualquiera que respete la música) me parece intrascendente y el resto de piezas, en general aburridas. Se trata de un fenómeno viral. Un artefacto moderno y superficial a la medida del juicio popular que se rinde sin debate; el equivalente musical a un menú degustación de lujo hecho con comida precocinada…
Eso sí, Rosalía es divertida (por eso hablamos de ella) e interesa porque es megalómana, y hace bien: el narcisismo como gasolina artística.
Para ser tan pretenciosa (estoy más que a favor de los pretenciosos) como Rosalía, hay que creérselo y mucho, ser muy diosa y estar muy muy loca.
Rosalía ha visto la luz de Dios. Lo dice ella misma, vestida de Sor, pausada y mística, con bien de sensibilidad de marca a juego con la portada del disco, porque su conversión no la ha llevado al claustro sino al estudio de grabación. Una devoción de estética religiosa y líneas católicas, que suena a epifanía en hotel de lujo.
¡No importa! Haga lo que haga es un deleite para la vista siempre, para los oídos a veces (pocas cosas me producen más angustia e ideas de muerte que su bizcochito. Ese adefesio sonoro debería estar prohibido porque es uno de los más poderosos ansiógenos concebibles, peor que una resaca de MDMA)… Y ahora cambiando la chulería por la gentileza, el chicle por el incienso… Nos presenten LUX: una catedral de mármol rosa construida sobre letras tiradas al cielo y caídas al azar.
The New York Times: «Utiliza la sinfonía y la ópera para generar una sensación de escala y emoción extremas, sin comprometerse realmente con ninguna de ellas. Al final del día, ha hecho un álbum pop con un gran presupuesto», «Se lo está pasando en grande. La música clásica y la ópera no son su hogar, pero en LUX son su patio de recreo»…
El mundo se ha entregado, como se entregarán al nuevo iPhone y las redes se incendian con su estética celestial. Rosalía es un espectáculo. Su belleza, su presencia, su control absoluto de la imagen y el ritmo son un festín sensorial irreprochable.
Sobre todo, porque hay que estar muy flipado con uno mismo, ¡es así!, para que cualquier proyecto salga adelante de manera tan destacada y extraordinaria: un nuevo disco, una novela e incluso el AMOR.
Para estar muy enamorado de alguien es necesaria una patológica dosis de narcisismo, además de un idealismo rayano en la violencia, en la psicosis, al menos a cierta edad. ¿Qué digo? ¡A cualquier edad!
En un mundo que idolatra la humildad y glorifica la autonegación, vengo a reivindicar el narcisismo (de Rosalía) como un catalizador de pundonor, para la creación, el querer y, en general, cualquier cosa que merezca hablar de ella o existir. Sí, ¡el narcisismo!, ese carburante interno que nos hace despegar los pies, ¡volar!
¿Quieres un estilismo irrefutable? ¿Una novela de 700 páginas? ¿Un polvo épico que te devuelva la fe en la humanidad? Entonces, necesitas una buena dosis de (narcisismo) pasión. Y no una moderada, no. Patológica, ridícula. ¡Filarmónica!
LUX es un selfi en formato Dolby Surround ante las gentes, pobres gentes, que aplauden hipnotizadas por la magnitud del despliegue, como cuando asisten a una ceremonia sin alma pero con buen catering.
¡Bien Rosalía! La adoración a sí misma y la fe en su talento es su verdadera obra. ¿Alguien piensa que Miguel Ángel, pintaba la Capilla Sixtina, pensando en un fresquito? Garrafas de ostentación. Por favor. La próxima vez que dudes piensa en Beyoncé subiendo al escenario de Coachella. Piensa en Dalí. El narcisismo, esa virtud malentendida, ¡chispa divina!
Por eso, yo, a 2026, le pido torrentes de credulidad y candorosa fe en mí misma (que es la única manera de creer en el mundo), en nosotros, toneladas de autoestima risible, intensidad pueril. Le pido osadía para proyectar extravagancias, para escribir irreflexiones que nadie ha pedido ni necesita leer, ¡sinfonías legibles! Diseñar edificios que supongan una burla a las leyes de la física y atravesarlos sin siquiera abrir la puerta.
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