El consenso lingüístico o el respeto a la Santa Tradición
Pocas cosas son más sagradas para nuestros próceres que el llamado consenso lingüístico. Quien no lo acepta, ¡qué digo!, quien no dobla la cerviz en señal de respeto ante tan venerable cuerpo sagrado no deviene respetable entre nosotros.
El consenso lingüístico no sólo es la reverencia hacia un cuerpo jurídico, vetusto y anciano ciertamente, también es la aceptación de toda su terminología, desde «normalización» hasta «segregación», toda ella adornada de un rosario de títulos nobiliarios para el idioma sagrado que en realidad no son más que conceptos prestados de la sociolingüística catalanófona, ninguno de ellos inocente por la carga de profundidad moral (y política) que conlleva: lengua propia, lengua de cohesión social, lengua histórica, lengua de integración, lengua vehicular o lengua de enseñanza y aprendizaje y, en proceso de ganarse un puesto de honor, el último de ellos, el de lengua auténtica, el último descubrimiento de nuestro ilustre sociolingüista Joan Melià del que ha tenido a bien informarnos en Actituds i usos lingüístics dels joves de les Illes Balears, publicado en marzo de este año.
Llama la atención, sin embargo, que todos estos defensores a ultranza del consenso lingüístico que han tocado a rebato estos días al estar dicho consenso bajo amenaza estén apelando a decretos y leyes que ellos mismos han estado incumpliendo durante más de 25 años.
En efecto, la Ley de Normalización Lingüística (1986), en su artículo 18.1, otorga graciosamente el derecho a elegir cualquiera de las dos lenguas cooficiales para aprender a leer y escribir. El Decreto de Mínimos (1997), en su artículo 9, también consagra la elección de lengua para primera enseñanza. La reciente Ley Balear de Educación (2022), en su artículo 135.c, vuelve a consagrar la elección de lengua para primera enseñanza. De ahí el estupor de algunos por todo el melodrama protagonizado por Negueruela, Amanda Fernández, Maria Ramon, Apesteguia y su autoproclamada «comunidad educativa», cuando apelan a unas normas cuyas formaciones y gobiernos (han gobernado 16 de los últimos 24 años) han estado incumpliendo sistemáticamente.
Ante un espectáculo tan glorioso, uno anda confundido y no sabe ya dónde reside el dichoso «consenso», si en el cumplimiento de la norma o en su incumplimiento. Me temo que el consenso lingüístico era eso, incumplir lo que no convenía cumplir porque la norma, lejos de ser neutra, transparente y otorgar seguridad jurídica a todos los baleares que pagan sus impuestos, debía estar, sobre todo, al servicio de la causa sagrada. El consenso, es decir, la norma, se retuerce hasta donde haga falta para acomodar el dogma sacrosanto e indiscutible: la preponderancia del catalán y la exclusión del castellano. Entendido.
Pero eso de invocar un «consenso» en base a unas normas que nuestros poderes públicos han venido incumpliendo sólo es el primer acto de una comedia cuyo entremés todavía resulta más desconcertante. Para nuestros legisladores, la habitual diarrea normativa con la que nos obsequian sin descanso (soy partidario de triplicarles el sueldo a cambio de darles once meses de vacaciones) se detiene por arte de ensalmo en cuanto se topa con lo intocable, lo inamovible, lo eterno, lo permanente, lo trascendente: las normas en sí mismas que garantizan este consenso lingüístico al que no dejan de apelar.
Esta renuencia a cambiar estas normas por quienes precisamente cobran un sueldo para legislar… pero también para modificar y derogar, este respeto propio de otros tiempos hacia esta tradición legislativa autonómica nos debería poner la carne de gallina puesto que, aunque no lo crean, nuestros egregios y eximios diputados tienen exactamente la misma legitimidad democrática para modificar y derogar estas leyes que para promulgarlas tuvieron Gabriel Cañellas, Francesc Gilet, Bartomeu Rotger, Jaume Matas o Martí March. Exactamente la misma. Algo que no hace falta recordar a estos perpetuos transformadores sociales del zurderío que no dudan en crear nuevas realidades a través de las leyes, pero sí tal vez a un PP que siempre ha pecado de legalista como si lo estampado en el BOE fueran las Sagradas Escrituras. Y ya vemos adonde el resistencialismo constitucionalista nos ha llevado.
En cualquier caso, admitirán conmigo que tanta reverencia hacia el pasado, y más para los tiempos que corren, impone. Incluso los intratables de Vox se han apocado ante la presencia de lo sagrado. En ningún otro aspecto de nuestras vidas y haciendas, en ninguna otra de las innumerables competencias que administra nuestra aristocracia política, muestra ésta un respeto similar. Sólo frente a la Ley de Normalización Lingüística (1986), erigida poco menos que en el pilar de nuestra autonomía, sólo frente a este prodigioso Decreto de Mínimos (1997), que en su día esculpiera Jaime Matas, sólo frente a los cuatro contradictorios (fruto de la ya tradicional mala praxis legislativa de nuestros tribunos) artículos referentes al modelo lingüístico de la Ley de Educación de las Islas Baleares (2022) palidecen y se detienen sobrecogidos nuestros tribunos, tanto de la derecha como de la izquierda, que en los consensos sobre lo sagrado no cabe hacer distingos.
Incluso la Ley Educativa de las Islas Baleares (2022), con su estomagante, santinomia e inacabable exposición de motivos, que algunos ingenuos dábamos por muerta si no se revalidaba el pacto armengolino y que, maliciosos y con un pelín de sorna llamábamos ley March en recuerdo a las legítimas pretensiones de pasar a la historia de su fautor, está envejeciendo como los buenos vinos. Ya se le está poniendo cara de anciano venerable. ¡Viva la Santa Tradición!