Cataluña: de la admiración al desapego y el hastío
«Queremos pasar de las sentencias y las condenas a la democracia», «queremos pasar de la judicialización a la política»… Estas son algunas de las frases pronunciadas el pasado viernes por la portavoz republicana en la primera sesión del debate de investidura a la presidencia de la Generalitat del candidato Pere Aragonès. No son, ni de lejos, las más ásperas ni las más alejadas de un mínimo rigor jurídico —que escaseó en la jornada—, pero son descriptivas del lamentable estado en el que se encuentra la política catalana en la actualidad.
La perversión del lenguaje utilizado para describir una realidad paralela en la que desde hace casi una década están instalados el Procés y sus protagonistas, conlleva que aplicar la ley sea algo enemigo de la democracia; que los que la violan sean considerados represaliados; los prófugos de la justicia, exiliados; y los políticos que han sido condenados, «presos políticos».
Para la mayoría aritmética del Parlament, Montesquieu no solo ha muerto, sino que la Justicia es algo a abolir, puesto que aplicarla es antidemocrático. La Generalitat «republicana», como hasta en nueve ocasiones mencionó el candidato, sería una institución de una «república bananera», calificativo más preciso para definir la idea que el separatismo tiene de la democracia, según se acredita por los argumentos y la lógica utilizada. Sólo desde ese surrealismo político «procesista» puede entenderse que Puigdemont exija para apoyar al candidato de Lledoners, que el «Consell de la República en el exilio» —o sea, en Waterloo, o el sea él—, sea el órgano político que defina la estrategia del movimiento separatista, relegando a la Generalitat a ser un brazo de mera gestión del día a día de los problemas de los ciudadanos de Cataluña. Es decir, llegar a un reparto de papeles: para los de Junqueras, la mera gestión; y para Puigdemont y los suyos, la estrategia global, la política. Su distopía carece de límites, y discuten crear unas Cortes catalanas bicamerales, con el Parlament en el interior y el republicano en Waterloo.
Lo de menos es que ese planteamiento no quepa en la Constitución, en el Estatut, ni en el más elemental sentido común. Que Cataluña, como el conjunto de España, Europa y el mundo, atraviese una crisis de alcance desconocido en un siglo, no tiene importancia para ellos.
Hubo un tiempo en que Cataluña era un referente en España de seriedad, solvencia, rigor, feina ben feta, creatividad, dinamismo, iniciativa empresarial… En suma, Cataluña era admirada y querida. Fue representada con dignidad y altura de miras por Josep Tarradellas tras haber aprendido la lección de la Historia durante un largo exilio —éste de verdad—, y con él fue posible la reinstauración de la Generalitat y la Transición.
Se habla del seny y la rauxa como de dos características del ser catalán, que lo definen. Según prevalezca el uno o la otra, las consecuencias serán muy dispares: benéficas y positivas en un caso, y dañinas en el otro. De estas últimas, la Historia de Cataluña ha dejado trazos indelebles en la misma Historia común de España, con episodios y ejemplos señalados: en 1640, con la sublevación dels segadors; en 1701, cambiando de bando en la Guerra de Sucesión; en 1909, con la Semana Trágica; en 1934, en otro Octubre revolucionario… La veta anarquista radical y distópica de la rauxa explota cuando las circunstancias lo posibilitan. Su peso específico en el conjunto nacional español no le permite romper España, pero sí desestabilizarla, convirtiendo esos arrebatos en auténticas crisis nacionales. Así está sucediendo en la actualidad desde que en enero de 2013 Artur Más diera el pistoletazo de salida al Procés, anunciando que «Cataluña ponía rumbo de colisión con el Estado».
Ahora Sánchez pretende apaciguar al separatismo con concesiones diversas e indultos, remedando a Chamberlain. Al igual que el británico, conseguirá el deshonor y traerá un más grave conflicto. En cualquier caso, ni Sánchez ni los dirigentes separatistas deben olvidar que la actual España ha pasado de aquella admiración, al desapego y hastío actuales.
Si el proyecto de gobierno que hemos escuchado en el Parlament sigue adelante, no quedará más remedio que volver a aplicar un «155» durante el tiempo necesario y con TV3 incluida. Ojalá vuelva el seny y no haya que llegar hasta ahí.
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