El independentismo, un manantial de mala leche

El independentismo, un manantial de mala leche

No era la reivindicación fiscal, no era la economía, no era ser como Dinamarca, no era, desde luego, nada relacionado con el bienestar y la paz social. Era exactamente lo que sospechábamos: el odio y el resentimiento cultivados desde al menos tres generaciones. Sí, ahora ya sabemos la razón por la que les vale la pena hacer el ridículo, enemistarse con sus colegas en el trabajo, pelearse con el cuñado y ver cómo La Caixa y Codorniú abandonan Cataluña: que no venza España. De entre los enunciados que le he leído al psiquiatra Adolf Tobeña, me asombra especialmente el que establece que una de las tentaciones que activa con más eficacia los mecanismos de recompensa cerebral es dar curso a la agresividad. 

La práctica desinhibida del insulto, el desprecio y la mentira, de todas aquellas conductas, en fin, que los educadores clásicos, ya fueran religiosos o seculares, proscribían, tiene su puntito. O lo que es lo mismo: ser malote mola. Lo peor que ha hecho el nacionalismo institucionalizado en colegios, asociaciones o medios de comunicación es convertir lo reprobable en algo no sólo aceptado, sino encomiable en aras del grupo. Por decirlo con un símil futbolístico, tan pertinente en el caso que nos ocupa, el nacionalismo ha convertido la política catalana en un inmenso Barça-Madrid, con sus impudicias grupales, sus coqueteos con lo prohibido, con su catarsis homínida. Ya sabemos cuáles son todas las implicaciones del asunto, aquí y en todas partes —no, los catalanes no somos distintos ni en esto; mirémonos, si no, en un espejo—. 

Los resultados de las elecciones autonómicas catalanas han finiquitado el mito del nacionalismo de buena fe. Desde el 21-D, ya no es posible argüir, ni siquiera como conjetura sociológica que los dos millones de secesionistas realmente existentes hayan sido estafados. Esta vez no se llamaban a engaño: habían asistido en primera persona al colapso de la economía, el fraude de ley, la fuga de empresas, la caída del turismo, la fractura social… Ni por esas. En cierto modo, hablamos de individuos que han aprendido a odiar, que no están por la labor de reconocer ningún estatus de igualdad a quienes, de hecho, tan superiores les han llevado a creerse —¡esos instantes de placer!—. Por lo demás, saben que detrás de su mala sombra no había causas atendibles: ni expolio fiscal ni opresión lingüística ni cuentos de brujas. Nada. Y aceptar, aun en privado, que uno ha puesto todos los huevos en la cesta de la ignominia no es sencillo. Ya no digamos hacerlo de modo colectivo, donde tienen a su disposición infinidad de recovecos morales. 

Los comicios también han hecho añicos la hipótesis de que una mejor financiación, o incluso un mayor reconocimiento de los fantasmas de la singularidad, podrían solucionar el problema. Muy al contrario, si hay una idea que empieza a consolidarse entre los votantes no nacionalistas es que cualquier concesión en este sentido nos sumiría aún más en el caos y nos alejaría de un escenario de restablecimiento del orden. Digámoslo crudamente: ninguna de las soluciones que ha previsto el progresismo es real. El propio Iceta, en su estimación de los resultados, admitió que el partido no había valorado suficientemente el momento de excepcionalidad que vive Cataluña. Se trata, en efecto, de la excepcionalidad de la mala leche. Y la mala leche sólo se desvanece a base de tiempo, paciencia, convicción política y defensa en firme de la ley. Que al menos sepan, quienes son propensos a ella, que en Cataluña hay líneas rojas y mucha gente dispuesta a impedir que nadie las traspase.

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