Santiago Posteguillo: «Echo en falta políticos que hablen y argumenten bien» como Julio César

"La historia son las acciones de los seres humanos que tienen una inercia a repetir sus acciones", dice Posteguillo

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Más allá de la entrevista…

Julio César, uno de los políticos y militares más importantes de la antigua Roma, talento estratégico, primer general romano en penetrar en los inexplorados territorios de Britania y Germania, primero en atacar dos frentes al mismo tiempo con los mismos hombres; mito. Egregio todo él.

Fue (lejos de esa imagen tan manida de tirano ambicioso sin escrúpulos), un idealista que trabajó y luchó por los derechos del pueblo romano. Lo hizo primero como abogado, con su don de magnífico orador (etapa que Santiago Posteguillo narra en Yo soy Roma, la novela más vendida en España en 2022); después, como militar, cuestor en la provincia de la Hispania Ulterior, edil curul en Roma, propretor en Hispania, cónsul (gracias al apoyo de sus dos aliados políticos, Pompeyo y Craso), senador, procónsul de las provincias de la Galia y, finalmente, a su regreso a Roma, tras enfrentarse a Farnaces II en Zela y a los enemigos de Cleopatra en Alejandría, cónsul y dictador que pudo ser perpetuo, hasta que en el 44 a.C. murió apuñalado, en los Idus de marzo, en el pórtico de la Curia de Pompeyo. Traicionado.

Generales y senadores, algunos de ellos amigos, conspiraron organizando el magnicidio con precisión. Según cuentan estudiosos como el profesor de clásicas de la Universidad estadounidense de Cornell, Barry Strauss, los gladiadores también tuvieron un papel importante, al igual que varias mujeres de la élite romana. El cuerpo del gran Julio César perdió la vida tumbado, desangrándose. Después, parece que Augusto intentó borrar de su memoria y de la de senadores, el lugar de la curia donde su padre adoptivo fue asesinado. Lo hizo con una capa de hormigón. Bajo ella quedó uno de los momentos claves en el curso de la historia de Roma.

¿Qué tendrá el poder que aun sabiendo que cuando se alcanza, uno se convierte en objeto de envidias, odios e, incluso, aniquilación, muchos lo ansían? Como dato: cerca del 70% de los emperadores romanos murieron por muerte violenta.

Julio César lo alcanzó. Y lo ostentó. Lo hizo viviendo entregado al pueblo, un Robin Hood de los derechos. Paroxismo humano, democracia andante.

Viajando en el tiempo dos mil años atrás, Posteguillo analiza y critica actos de aquel siglo I a.C. que bien podrían ser de este XXI en el que nos encontramos. Con sus principios, acuerdos, intereses y traiciones conduce a la reflexión. «Siempre hablo de lo que ocurrió en el pasado para que la gente pueda cuestionar acontecimientos políticos que ocurren hoy». Nos recuerda al dramaturgo y comediógrafo romano Plauto y su costumbre de criticar el presente que le rodeaba, ubicando sus historias tres siglos atrás.

Posteguillo va mucho más allá. Dos milenios. Buena manera de criticar sin ser reprobado. Hoy, con Julio César (en otros libros con su hija Julia o con el emperador Trajano); personajes perfectamente definidos que retratan momentos y circunstancias que parecen destinados a repetirse. «La historia son las acciones de los seres humanos que tienen una inercia a repetir sus acciones», dice Posteguillo. Añado: parece que, definitivamente, no aprendemos. Lo de tomar nota y evitar errar no se consolida como arte humano. Pese a nuestro cerebro (a veces ya casi sólo de adorno), somos más bien de encariñarnos con la piedra, ver los fallos del pasado e iterarlos. Y así mueren los imperios, las bonanzas y los sosiegos.

Adentrándonos en Maldita Roma y yendo a casos concretos de la antigua Roma, Posteguillo explica que «el triunvirato fue una gran moción de censura entre enemigos políticos para controlar el Senado que terminó muy mal», por eso, con cierto presentismo advierte que «hay que pensar muy bien los pactos que uno hace porque esos pactos pueden acabar como uno no desea que terminen». Quizá no le vendría mal a los dirigentes de hoy leer a Posteguillo y, si no, al menos escucharle.

En la entrevista, ahonda en ese Julio César que se marcó como objetivo el Senado, cámara dividida en dos bandos: los populares (defensores del pueblo) y los optimates, entre los que se encuentra Dolabela, al que Julio César acusó y llevó a juicio con su discurso locuaz. La oratoria habitaba en él; sin embargo, no por ello dejó de perfeccionarla. Su objetivo: hacer cada discurso o intervención, persuasivo, imbatible; una suerte de daga en el cuerpo de una de las sirenas de Homero. Característica de los grandes, que nunca dejan de esforzarse para serlo más. Es el arte de la excelencia, lo que viene siendo mejorar lo sobresaliente. Ser más y mejor. Hipérbole de uno mismo. Él lo cultivó con el retórico griego, Apolonio Molón.

Sin embargo, no todo fue pulcritud. A su primer cargo de importancia accedió gracias al dinero que Craso le prestó para los sobornos (práctica de comprar voluntades muy exten­dida en la época y consagrada en la historia). Ya ve, algunas cosas nunca cambian… Otras, como la retórica, empeoran. ¡Quién pudiera viajar a aquella Roma, caminar por el foro, tomar sitio en el Senado y escuchar a aquellos hombres hablar! «Echo mucho en falta políticos hoy en día que hablen y argumenten bien. Tendríamos que meditar sobre el declive de la clase política», confiesa Posteguillo. Tal vez no sea mala idea hacerlo. Claro está que, para ello, necesitaríamos aplicar aquello de julio Cesar de «sin entrenamiento, no existe el conocimiento». Hoy, quizá más que nunca, asistimos a la degradación del estudio, del conocimiento y, por tanto, de la reflexión.

Como le dijo a Bruto (o, al menos, así nos lo narró Shakespeare), «los hombres son dueños de su destino», incluso cuando es para hundirlo. Yo voto por mejorarlo.

Entretanto, no olviden aquello que con tanta sabiduría afirmó Julio César: «divide y vencerás».

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