Cerditos en los belenes o cómo el Nuevo Testamento convirtió en puro a un animal maldito
Jesús era judío. Nació judío y murió judío, algo que Pilatos se encargó de registrar para el resto de los tiempos al poner en la cabecera de su cruz: «Jesús el Nazareno, rey de los judíos». Cuando nació, ninguno de sus contemporáneos judíos comía carne de cerdo al tratarse de un alimento ilícito para ellos.
Dios ordenó a los israelitas seguir una dieta en la que prohibía una serie de alimentos, para separar así a su «pueblo elegido» de los adoradores de falsos ídolos. Con esta prohibición diferenciaba entre lo que más tarde se conocería como «judío» y «gentil».
En la Ley Mosaica se proporcionan listas que determinan qué animales son limpios y cuáles inmundos. Entre los últimos, el cerdo está explícitamente listado.
Levítico 11:7-8 y Deuteronomio 14:8, «Tampoco deben comer carne de cerdo, pues, aunque tiene partidas las pezuñas, no es rumiante». Prohibición que se extendía incluso al contacto con su carne: «Ni tocaréis sus cuerpos muertos». En caso de hacerlo se volvían ritualmente impuros. Para los israelitas, seguir los mandatos de estas leyes dietéticas era una cuestión de fidelidad al Pacto y santidad ante Dios.
Tras esta introducción, y sabiendo que a través de los belenes estamos tratando de representar la época y estilo de vida en que nació Jesús, cabe preguntarse ¿por qué hay cerdos, «animal impuro» para los judíos, entre las figurillas de los belenes? La respuesta la hallamos en la cultura cristiana, que sí come cerdo.
Ahora cabe plantearse otra cuestión, si el cristianismo deriva del judaísmo, ¿por qué los cristianos comen cerdo? El motivo está en la llegada de Cristo y el Nuevo Pacto, con el que la relación entre los creyentes y la Ley Mosaica experimenta una significativa transformación.
El Nuevo Testamento recoge varios pasajes sobre las restricciones dietéticas y, por tanto, sobre el consumo de cerdo.
Los Hechos de los Apóstoles nos habla de la visión de Pedro que ve cómo una sábana es bajada del cielo con varios animales, incluidos los inmundos. Una voz le instruye a «matar y comer». Éste en principio se niega en atención a las leyes dietéticas judías, a lo que la voz responde: «No llames impuro a nada que Dios ha hecho limpio» (Hechos 10:13-15).
Esta visión está preparando tanto la llegada de gentiles, que sí comían cerdo, a la fe cristiana; como un cambio teológico, ya que las leyes dietéticas ceremoniales del Antiguo Testamento no eran vinculantes bajo el Nuevo Pacto.
En Marcos 7:18-19, es el propio Jesús quien aborda el tema de la pureza ritual, declarando: «¿Tan torpes son ustedes? ¿No se dan cuenta de que nada de lo que entra en una persona desde afuera puede contaminarla? Porque no entra en su corazón, sino en su estómago, y luego sale del cuerpo». El evangelista añade: «Al decir esto, Jesús declaró limpios todos los alimentos», incluido, claro está, el cerdo.
El mismo tema es abordado por el apóstol Pablo en sus epístolas: «(…) el que no come de todo no debe juzgar al que lo hace, porque Dios lo ha aceptado», con ello está afirmando que todos los alimentos están permitidos, incluido el cerdo.
No se sabe si Jesús llegó a comer o no cerdo, pero, volviendo a la cuestión del comienzo, lo que sí está claro es que los judíos de su época no lo hicieron.
Sin embargo, es habitual encontrar este animal en los belenes navideños, incluida alguna que otra catedral, donde deberían estar al tanto de su significado para el pueblo judío. Ningún judío montaría un belén en el que hubiese cerdos impuros entre sus animales, por lo que está claro que si estos aparecen se debe a nuestra tradición cristiana.
Imaginemos la siguiente escena familiar donde se van colocando los distintos animales del belén: las gallinas, los patos, los corderos…, ¿y los cerditos?, preguntan los niños, respondiendo los padres, ¡claro!, ¡cómo va a faltar los cerditos en el portal!
Por supuesto, también algún pavo que otro, tomates y patatas, algo de lo que no tuvimos conocimiento hasta el Descubrimiento de América, pero esa ya es otra historia…