Alfonso Ussía: «Los etarras han ganado la batalla del relato subvencionada por gobiernos centrales»
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Alfonso Ussía, periodista y escritor, uno de los intelectuales más lúcidos de nuestro país, ha dado vida a Borroka: una novela valiente, que remueve. Literatura e historia. Análisis del drama de una España de la que gran parte de nosotros —aquellos que a finales de los 80 y hasta principios de los 2000 ya teníamos conciencia—, recordamos asesinatos crueles sin atisbo de piedad ni remordimientos. «Valiente se era cuando las balas te silbaban. Ahora es sólo un compromiso con la memoria y nuestra propia historia», dice Ussía. Recuerda bombas, disparos de ETA a quienes no les hacían nada, a inocentes. Y cada vez más frecuentes, con más crueldad. Con jabón para quemar la piel, con detonaciones espaciadas por minutos u horas para acabar con los que iban a socorrer a las víctimas de la primera explosión. Con niños muertos. Mutilados. Con mujeres y hombres destrozados. Con familias desterradas de su propia tierra por miedo. Con la sangre de cientos de personas en las calles y la cobardía de quienes apretaban el gatillo. El último de aquella barbarie sin razón tuvo lugar el 30 de julio de 2009. Hizo explosión un artefacto-lapa colocado en los bajos de un coche patrulla de la Guardia Civil en Palmanova (Mallorca), del que resultaron muertos los Guardias Civiles Diego Salvá Lezáun y Carlos Sáenz de Tejada García.
Hoy, todas las víctimas viven el drama de casi tener que avergonzarse por sufrir la pérdida de familiares asesinados, de haber llorado y perdido a quienes amaban; hoy tienen que callar para no incomodar. La perversión moral ha alcanzado tales niveles que quienes fueron masacrados y perseguidos deben vivir con la humillación de ver a sus verdugos homenajeados en las calles. Han transitado de una persecución física a una moral. Y, hoy, en febrero de 2025, deben tapar su dolor para no incomodar porque, en este hoy, muchos «demócratas» defienden que «hay que mirar hacia adelante» y no remover el pasado. Pero ese olvido, ese dejar atrás, aplica sólo cuando se habla de ETA, porque mientras dicen eso, al mismo tiempo, insisten en recordar y juzgar hechos ocurridos hace casi un siglo. Así que, mientras se exhuman huesos de hace ochenta años, los huesos de Miguel Ángel Blanco, Gregorio Ordóñez o Fernando Buesa deben quedarse enterrados en la amnesia. Mientras se destruyen calles y monumentos del pasado, los homenajes a terroristas se multiplican con dinero público. Es un insulto a la inteligencia, pero también a la decencia.
Alfonso Ussía también pone el foco en el gran sacrificio que hicieron la Policía Nacional y, sobre todo, la Guardia Civil, que fueron el principal objetivo de ETA. Habla de su entrega sin condiciones, de la sangre derramada por aquellos que, en su mayoría, eran jóvenes de menos de treinta años que apenas tenían tiempo de hacer vida fuera del uniforme. Y lo más indignante: a día de hoy, sigue siendo una de las grandes injusticias que los agentes de la Guardia Civil no cobren el complemento de riesgo que sí perciben la Ertzaintza y los Mossos d’Esquadra.
Recuerda que hasta que se pudieron sumar las mujeres a la Guardia Civil, seleccionaban a los más afeminados para que se disfrazasen de mujer. Una jugada maestra: el enemigo no sabría si se enfrentaba a un agente de la ley o a la peor pesadilla de un desfile de carnaval. La incorporación de las mujeres fue clave. Recuerda a Manuela Simón, una guardia civil de 20 años, que al entrar en una gasolinera se encontró de frente al etarra Paterra, de parada técnica en su fuga a Francia. Tuvo la audacia ella de, en lugar de tomar un café o un refresco que la podrían haber hecho más adulta, pedirse una bolsa de gusanitos que la infantilizaba. Los dos que iban con Paterra se olieron que podía ser una pikoleta, pero ¿qué etarra sospecharía de una joven con gusanitos en la mano? Ironías del destino: la dulzura de una bolsa de aperitivos fue lo último que vio aquel cobarde antes de ser arrestado.
Borroka arranca en 1987 con Deva Valdés, una mujer guardia civil, una de las primeras. Ficción hecha de retazos de tres heroínas reales que entregaron su vida a acabar con asesinos. Para desarrollar la historia de esa banda de sanguinarios y el sufrimiento que acarrearon, Alfonso J. Ussía ha investigado en profundidad, preguntando, leyendo, releyendo y escuchando. Eso le ha llevado a contar con testimonios inéditos y desvelar datos exclusivos que nunca habían visto la luz. Y en el libro, con una prosa exquisita, habla de aquella crueldad, de valientes que se dejaron la vida, de los que sufrieron y de los que todavía hoy sufren las consecuencias de aquellos asesinos agrupados en una banda criminal que se llamaba ETA.
Esta entrevista pretende despertar el recuerdo de una barbarie y rendir un homenaje a todas esas víctimas. A las que se fueron y a las que siguen con nosotros. Recordar que la crueldad fue a más; que como dice Alfonso J. Ussía, cuantos más derechos ganábamos, cuanta más democracia había, más se asesinaba. Si alguien tiene dudas, si alguien se quedó en aquel argumento peregrino de que su sentido fue luchar contra el franquismo, conviene recordarle que durante el régimen hubo 43 víctimas mortales, frente a 800 durante la democracia.
Los ochenta fueron años duros. Se socializó el terror. Carmen Tagle, fiscal de la Audiencia Nacional que investigaba al GAL, fue asesinada con apenas cuarenta y dos años por el sanguinario Parot. Ella nunca quiso tener escolta y ellos mataban por matar. Era el imperio del terror. ETA no sólo mató cuerpos, destruyó conciencias, corrompió a una parte de la sociedad que miró hacia otro lado. En el fondo, se ha creado un cómodo relato donde todos fueron víctimas, donde todo fue «un conflicto» y en el que los asesinos tienen derecho a una segunda oportunidad. El problema es que los muertos no la tienen.
Habla Alfonso J. Ussía de la escisión de ETA en 1987 entre aquellos de la banda que optaban por dejar ya las armas y los que, como Santi Potros, querían seguir con la crueldad sin límites y poner féretros blancos en la mesa para negociar. Recuerda los 421 homenajes que se han celebrado a presos etarras en 2024. La pregunta inevitable a la que una llega es si olvidar a las víctimas e integrar a sus asesinos forma parte de la democracia. Sin dudar, asevera que es un insulto y que la estabilidad política no puede sustentarse en «mearse sobre las víctimas». «Ahí están las heridas que se van haciendo cada vez más fuertes y más profundas», incide. Heridas que nos separan. Muros. Porque «Los gobiernos prefieren tenernos enfrentados, pescar en la polarización, en río revuelto». Tiene claro que los asesinos y los que los banquearon ficcionando otra historia, otro cuento, han ganado la batalla del relato subvencionada por gobiernos centrales. Hoy seis de cada diez menores de veinticinco años no saben exactamente lo que era ETA y algunos incluso simpatizan con su narrativa.
Sostiene que el nacionalismo es un negocio de dinero, de montar chiringuitos buscando una identidad que no existe En 1997 se encontró documentación de ETA en la que su padre, entre otros periodistas, figuraba como objetivo de la banda terrorista. Vivió como dejó de ser libre. En realidad, toda la familia. Veinticinco años pasó con escolta. No podían ir a San Sebastian y tenían incluso que dar nombres falsos cuando hacían reservas. Ésa era la democracia de ETA. Recuerda al periodista José Luis López Lacalle al que mataron por ser libre y escribir lo que consideraba y a Carlos Herrera, que se salvó por sospechar del peso de la caja de puros.
Y como le pregunto por todo —y por supuesto por las amenazas—, con una sonrisa despreocupada me confiesa que ha recibido alguna por redes sociales a causa de Borroka. Nada serio para un hombre que vivió su infancia con el yugo de la amenaza de ETA de manera permanente. A estas alturas, que le insulten en Twitter (X, o como lo quiera llamar usted) es como si a un boxeador profesional le lanzan una servilleta en un restaurante.
Recuerda Ussía en la entrevista como algunos de los etarras detenidos daban todo tipo de detalles con orgullo, como Parot. Otros, como el carnicero de Mondragón, duro en apariencia, se orinaron en los pantalones escondidos en un armario. Tenía el arrojo de una ameba asustada y la dignidad de un calcetín usado. Vamos, un valiente de los que huyen dejando la puerta abierta.
«ETA no acabo por ninguna intención política, sino porque la Guardia civil cada vez era más profesional», afirma Ussía convencido. También sin titubeos, sostiene que ve a ETA como una brasa que no se ha terminado de apagar del todo.
Yo casi le voy a despedir a usted con aquello de Aristóteles de que «la cobardía es el peor de los defectos porque deja a los inocentes a merced de los malvados». No hay definición más precisa de lo que supone ETA para España: cobardes asesinos, envalentonados por la sangre y protegidos por el silencio de quienes se apoyan en ellos para gobernar.
Silencio.
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