Feminismo de salón y otros demonios

Feminismo de salón y otros demonios

Las mujeres, esos pobres seres débiles que, incapaces de prosperar por méritos propios, necesitamos pregonar nuestra inferioridad a los cuatro vientos para que los hombres -así en general, perversos, como grupo homogéneo- se compadezcan, se solidaricen y nos hagan el favor de permitirnos un hueco. Pues qué quieren que les diga, hacer de la lástima un modus vivendi, mendigar lo que obviamente nos corresponde por imperativo legal y, muy especialmente, usar el argumento de generalizar, me parece que flaco favor nos hace a todas las mujeres. La igualdad de oportunidades que la ley reconoce determina un mismo punto de partida. Las diferencias, en la meta, suelen ser cuestión de decisiones personales e  individuales. Y por experiencia profesional, debo decir que el talento y la dedicación son factores determinantes en el recorrido y su alcance. No conozco vía más justa y objetiva para garantizar el éxito que el esfuerzo.

Las mujeres elegimos cada año libremente carreras universitarias y accedemos con total normalidad a puestos de trabajo. Pero si cuando valoramos resultados profesionales, obviamos los aspectos personales que influyen en su desarrollo, estamos manipulando. Hablar de precariedad laboral y brecha salarial de las mujeres -como colectivo- y afirmar sin despeinarse que es algo a lo que necesariamente nos vemos abocadas al tener que sacrificar nuestras carreras profesionales por el hecho —voluntario— de la maternidad es tergiversar la realidad. El derecho al progreso profesional de ambos sexos en igualdad de oportunidades es un hecho que conlleva, claro está, la necesidad de conciliar. Esto es, repartir alícuotamente cuestiones como la logística doméstica y el cuidado de los hijos. Ese es el problema. Dado que hasta la fecha la paternidad es cosa de dos, será la pareja la que decida por consenso. De sus decisiones libres y de las diferentes prioridades llegarán por lo tanto resultados distintos. La igualdad impuesta es una forma absurda de ignorar lo evidente: el histórico menor acceso de las mujeres a la educación o nuestra reciente incorporación al mercado laboral.

Reclamar la igualdad en base a argumentos de cantidad —y no de calidad— supone habilitar una línea de defensa que en realidad pasa por discriminar, atacar y atropellar a los hombres. Si ese es el plan, conmigo que no cuenten. Además del qué – pelear por la igualdad- importa también el cómo. La igualdad impuesta, más allá de ser un espejismo que visibiliza a algunas cuantas (ni siquiera las mejores), es oportunista y denigrante. Tratarnos a las mujeres como una cuota. Penoso.

Las hay, Barbie, que simplemente creemos en las personas como tales, como individuos, sin estereotipos, sin sesgos ideológicos, sin fijarnos en su sexo para promocionar sus capacidades. Porque no caemos en los reclamos del feminismo, ni del machismo, ni del todos iguales. No somos iguales. Cada persona es única, diferente y es eso, precisamente, lo que determina el avance de la sociedad, que cada cual se esfuerce con todo lo que tiene para demostrar que los límites son infinitos, pero desiguales, afortunadamente. No veo que se ponga el grito en el cielo porque algunos sean premios Nobel o plusmarquistas olímpicos y no se igualen por ley las posibilidades. Pues apliquemos el cuento a todos los ámbitos y seamos honestos. Hagan el favor de no utilizar a las mujeres como reclamo político. Lo femenino lo es por cualidades propias, no sólo ni exclusivamente como opuesto a lo masculino. No hace falta que empujemos a nadie para abrirnos paso. No es correcto, ni estético, defender los derechos de un sexo atacando al opuesto. La discriminación positiva, se mire por donde se mire, es sólo eso.

Lo último en Opinión

Últimas noticias