El Supremo decide el futuro (decente) de España

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Una semana se espera que tarde el Supremo en dilucidar qué hace con la amnistía. Por extensión digo: el futuro decente de España. Una semana, pero con dos condicionantes expresivos: uno, que el forajido Puigdemont (para este cronista siempre lo será) se presente en La Junquera y desafíe a la Justicia española; otro, que uno de los dos, quizá los dos, ponentes del Tribunal Supremo, Susana Polo o Pablo Llarena, tomen una decisión anticipada en los casos que les ocupan.

La Sala Segunda que preside Manuel Marchena, está compuesta por once magistrados, cada uno de su padre y de su madre (perdóneseme el coloquialismo que refleja su heterogeneidad) y, en su momento, se pronunciarán por una de las tres opciones que ahora mismo se manejan respecto a la Ley de Amnistía.

Conviene recordarlas: una, recurrir al Tribunal Constitucional; dos, elevar el caso como cuestión prejudicial a Europa y tres, considerar que la malversación se debe quedar al margen del perdón. Si algo -me sugieren- molesta e incordia a los magistrados es que se realicen especulaciones sobre la inclinación que pueda tener uno/a u otro/a al respecto; les producen estas conjeturas gran malestar, entre otras cosas porque todavía tienen dudas en dos aspectos: qué conclusión tomar y qué camino seguirán.

Por tanto, parece recomendable que los cronistas cesemos en nuestras suposiciones, sobre todo porque tampoco se puede descartar ninguna sorpresa de última hora. El Tribunal ya ha recibido los informe del fiscal ad hoc que designó Garcia Ortiz para descalificar a los cuatro profesionales del procès, y el de la Abogacía del Estado, ambos, desde luego, muy favorables a amnistiar la amnistía, y valga la redundancia perfectamente necesaria.

Curiosamente, ese mismo martes ha cambiado de titularidad la Abogacía General del Estado: hasta ahora era Consuelo Castro a la que, de forma muy extendida en el Cuerpo, se le recrimina que sus actuaciones han supuesto, una «auténtica vergüenza». El recién nombrado es David Vilas Álvarez, del que se poseen unas referencias muy diferentes a las de su antecesora, siempre proclive a favorecer entusiásticamente las tesis de Pedro Sánchez.

No hay noticias por lo demás de que en el informe remitido a la Sala II se introduzca una cláusula oblicua e intencionada que suelen incluir los profesionales cuando no se muestran muy conformes con el mandato que reciben. Dice así: «Siguiendo las instrucciones recibidas…». Algo así, en román paladino, como: «Hago lo que me piden».

Por insistir: no existe ahora mismo pista alguna que conduzca a saber cuál será la vía que adopten los once magistrados que están reunidos permanentemente para analizar el caso y que se muestran pendientes de las novedades que éste arroje. La Sala, eso sí, ha tenido que prescindir «oficialmente» (recalco el adverbio) del documento que en su momento redactaron los cuatro fiscales-héroes que condujeron el proceso sedicioso (para el cronista siempre lo será) de los secesionistas catalanes, un informe torticeramente descalificado por el fiscal general.

De la reunión de la Junta de Fiscales celebrada esta semana se van sabiendo pormenores, alguno de los cuales es realmente aterrador: García Ortiz tuvo algunas palabras, no precisamente concesivas, con su antecesora Maria José Segarra, que, como se sabe, votó en contra de la legalidad de la Ley de Amnistía. El jefe de la Fiscalía, convertido en un peón albañil del dúo Sánchez-Bolaños, reiteró a alguno de los/as profesionales afectos/as a su causa la necesidad de su voto, una incitación que uno de los fiscales anti-amnistía relata como una clara advertencia con consecuencias ulteriores.

Y es que, no se olvide el dato, entre las facultades de García Ortiz está la de realizar todos los nombramientos de la Carrera. Por supuesto, los colegas que le han acompañado en este desmán histórico han tenido muy en cuenta esta circunstancia. «¿De quién depende la Fiscalía?», se preguntó con todo desahogo el presidente del Gobierno, algo que trasladado a su súbdito Garcia Ortiz se podría trasladar de esta guisa: «¿De quién dependes tú?». «Pues eso», se responderían uno y otro.

Y a otra cosa referida anteriormente: ¿Qué puede ocurrir si, como viene anunciado subrepticiamente su medio de cabecera, Puigdemont se lía a manta a la cabeza, traspasa la frontera y se persona en Cataluña, o sea, en España? Pues esta incidencia la contemplan en el Supremo con gran nitidez: si no se ha planteado ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea la correspondiente «cuestión prejudicial», el ex presidente de la Generalitat irá, como indica castizamente una fuente del Tribunal, «a la p…calle»; en caso contrario, también dicho vulgarmente, «irá al trullo».

Es tan ufano el consabido Puigdemont que, cuando alguien, como ha hecho Alfonso Guerra, le recuerda el riesgo carcelario que tiene si vuelve a España, él contesta con la chulería del delincuente perdonado por Sánchez: «Yo no volveré a España, regresaré al Principado de Cataluña». Con un par, que dirían también los castizos.

Lo deseable es que, tras estos siete días que la Sala II del Tribunal se toma para obrar ante lo que se le plantea, se decida -el cronista apuesta con gran peligro a errar- por la sentencia de que la malversación de los fondos públicos que utilizaron aquellos depravados no tiene cabida en modo alguna en la perversa Ley que ha aprobado la coyunda de Pedro Sánchez con independentistas y filoetarras.

Una decisión así, aparte de su bondad legal y política intrínsecas, ahorrarían muchos meses de incertidumbre y colocaría a Pedro Sánchez todavía en una mayor posición de debilidad. Dios lo quiera. Dicho con ínfulas sublimes: el Supremo decide el futuro (decente) de España. En siete días.

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