Sánchez entierra el mito de las Brigadas Internacionales

Brigadas Internacionales

En 2017, con Manuela Carmena al frente del Ayuntamiento de Madrid, conocimos el desinterés de la izquierda por localizar los restos de los caídos de las Brigadas Internacionales enterrados durante la Guerra Civil en el madrileño cementerio de Fuencarral.

Luis Avial Bell, con más de un centenar de fosas localizadas en su haber, incluidas las de crímenes recientes encontradas en apoyo de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, solicitó permiso entonces al gobierno de Carmena para realizar una prospección ante la realización de unas obras en el cementerio de Fuencarral.

El portazo que el gobierno de Carmena le dio en las narices a este experto en georradar aún resuena en el palacio de Cibeles. Parece que a la izquierda municipal no le interesaba tanto la fosa de los brigadistas cuando gobernaba, pero sí cuando está en la oposición para intentar sacar alguna tajada política. Y aún pretenden dar lecciones al equipo del alcalde Almeida que, a través de su delegado de Medio Ambiente, Borja Carabante, ha sido más que diligente a la hora de abrir el camino al posible hallazgo de esta fosa común.

El Gobierno de Sánchez se ha subido al carro del oportunismo, sin haber mostrado antes interés alguno en el asunto, costeando un proyecto de eventual localización y exhumación de este enterramiento. Por lo menos la labor está en las expertas manos de la asociación Arqueoantro, a cuyos especialistas he visto trabajar en la recuperación de los restos de soldados caídos en la batalla de Brunete.

Con el hallazgo de la que se considera única fosa común de las Brigadas Internacionales probablemente existente, se cerraría así una historia que comienza en el otoño de 1936, en la batalla de Madrid, cuando el general Lukács, jefe de la XII Brigada Internacional, encargó a Francisco Herreros Araque, entonces secretario judicial de Alcobendas, que estableciera un lugar de enterramiento para los voluntarios extranjeros caídos en el frente.

Allí reposaron hasta la profanación de sus tumbas por los vencedores que, después de la contienda, arrojaron sus restos a un lugar hasta hoy ignorado.
Se da el caso de que Francisco Herreros Araque, cuyo padre era el secretario judicial de Fuencarral, era el encargado de identificar y recoger los cadáveres de los centenares de personas, hombres y mujeres, asesinados por las fuerzas leales al gobierno republicano en la carretera de Francia y alrededores, que eran inhumados en el mismo cementerio. Francisco ingresó después en el Ejército Popular, siendo teniente en la XII Brigada Internacional, donde se desempeñó como responsable de inhumaciones.

El caso notable es que entre los 451 brigadistas de cerca de una veintena de nacionalidades sepultados en Fuencarral se cuentan numerosos españoles, lo que abrirá los ojos a muchos ante la realidad de estas unidades. Sin quererlo ni pretenderlo, Pedro Sánchez puede hacer una gran contribución para desmontar su mito y para aproximarnos sin prejuicios ni consignas a su verdadera historia.

Las fechas en que fueron inhumados estos compatriotas, a partir de noviembre de 1936, indican que algunos eran voluntarios que elegían luchar en las unidades de extranjeros. Pero a partir de la primavera de 1937 se decidió incorporar a las filas de las Brigadas Internacionales a reclutas españoles movilizados a la fuerza.

A la épica de la mayoría de los “voluntarios de la libertad” alistados a las órdenes de Stalin se contrapuso a partir de la batalla de Brunete la lucha por la supervivencia de los quintos españoles con la consiguiente erosión de la moral y la combatividad, como denunciaba su comisario Luigi Longo en un documento rescatado recientemente por el Grupo de Estudios del Frente de Madrid (Gefrema).
Longo señalaba en su informe que los nuevos reclutas españoles, que «sabían apenas empuñar el fusil»y «pertenecían a las zonas grises de los indiferentes», eran «incapaces de dominar su miedo». «mpezaron a creer de ser (sic) conducidos al matadero. Y perdieron la cabeza. Muchos invocaron a la madre» escribía Longo, que reconocía abiertamente el fusilamiento de algunos que se autolesionaron para escapar de la batalla.

La principal razón para sumar reclutas españoles a estas unidades era el descenso del alistamiento de extranjeros a principios de 1937, que no permitía cubrir las numerosas bajas sufridas desde su entrada en combate en noviembre de 1936 en la batalla de Madrid.

El primigenio fervor revolucionario dio paso a la realidad de unas unidades utilizadas como tropas de choque, dada su significación propagandística, pero sin apenas formación militar en la mayoría de los casos y bajo el mando de oficiales incapaces. El norteamericano John Gates reconocía que marchó al frente después de disparar tres cargadores de fusil por toda instrucción.

La sucesión de despliegues y combates sin que pudieran disfrutar de permisos generó ya a principios de 1937 un visible malestar en los voluntarios, que se tradujo en un aumento de las deserciones con el fin de regresar a su país. Dado que se les habían confiscado los pasaportes al llegar, con el fin de que no salieran de España hasta terminada la guerra o con los pies por delante, los desertores debían buscar vías de salida clandestinas. Camp Lukács, un «centro de reeducación»en Albacete para desertores, derrotistas o indisciplinados, llegó a albergar más de cuatro mil internos entre agosto y octubre de 1937.

El alistamiento forzoso de españoles desembocó en enero de 1938 en una estadística aplastantemente desmitificadora: los extranjeros en las filas de las Brigadas Internacionales sumaban 15.338, mientras que los españoles eran 27.405. Es decir, dos tercios de los combatientes de estas célebres unidades eran nacionales, en su mayoría llamados a filas por sus reemplazos.

A esta situación se llegó por el afán de sostener el cartel propagandístico de las Brigadas Internacionales, manteniendo las cinco existentes pese a que sus plantillas habían perdido su internacionalismo originario, en vez de reducir su número agrupando en las restantes a todos los efectivos extranjeros.

El ansia por sostener la propaganda no paró en mientes: a mediados de septiembre de 1938, semanas antes de la repatriación de los voluntarios extranjeros, fueron enviados a sus filas desertores y prófugos españoles, convirtiéndolas de facto durante unas semanas en batallones disciplinarios, muy lejos del romanticismo que las envolvió en la primera hora.

El hecho de que hasta octubre de 1937 se siguiera enterrando a los combatientes de las Brigadas Internacionales en el cementerio de Fuencarral indicaría que allí yacieron también españoles llamados a filas desde la primavera anterior, fueran cuales fueran sus creencias o sus ideas políticas. La recluta no hacía distingos entre derechistas o izquierdistas, católicos o anticlericales, idealistas o indiferentes.

Quizá la búsqueda emprendida en estas semanas halle los restos de legendarios brigadistas, como el poeta británico Julian Bell, sobrino de Virginia Wolff, caído en Brunete como conductor de ambulancias. A su lado puede que yazcan los de un joven español desconocido, anónimo vate de sus días y sus afectos, arrastrado a la guerra con su quinta y muerto en combate sin que llegara a atisbar su destino, ese momento en que, como decía Borges, el hombre sabe para siempre quién es.

¿Quién podría negarle un modesto lugar para la eternidad a este español sin nombre y sin causa, sin convertirlo en carne de propaganda como entonces?

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