¿Quién vigila a los partidos?

¿Quién vigila a los partidos?
¿Quién vigila a los partidos?

Desde estas columnas he puesto varias veces de manifiesto la delicada situación política en que se encuentra España. A lo que hay que añadir la coincidencia con el cambio geopolítico mundial que le afecta de lleno.

Por si sirve de referencia la comparación con otros estados democráticos, hay que decir que difícilmente se podría encontrar una situación institucional como la que se está produciendo con el Poder Judicial. No es concebible que un pilar básico del Estado sufra una crisis como la actual.

Pero es comprobable que el actual presidente del Gobierno, con el apoyo de los partidos progre-separatistas-filoterroristas, se ha injerido en todas las instituciones del Estado, comenzando por la Corona.

En la vida política española, y en referencia al Poder Judicial, se emplean con toda normalidad expresiones como mayorías progresistas o miembros conservadores, tanto en el Constitucional como en el Consejo. Es humano que cada persona tenga sus preferencias políticas, pero calificar a un juez con etiqueta política es desnaturalizar su condición de imparcialidad y el que primero debería rechazar tal calificación es el afectado. No existe el polvo del camino, existe la ley. Que hay margen de interpretación, es natural, pero esta no puede ser contraria al espíritu de la norma ni con el encaje con las de mayor rango.

La sensación pública es que se va imponiendo una interpretación de la Constitución del Estado en clave partidista, tendencia que históricamente acaba mal y nuestra patria tiene dolorosas experiencias. Es algo así como llevar la lucha partidista al seno del poder judicial de forma que lo que es objetivamente inconstitucional puede ser oportunamente dispensado. La profesionalidad e imparcialidad de la inmensa mayoría de magistrados, jueces y fiscales es un hecho.

El actual Gobierno tiene una composición variopinta y está muy lejos de constituir un órgano colegiado, su conducta es sectaria y errática sin que se sepa si sigue un proyecto concreto, si tiene alguna percepción de lo que puede preverse para salvaguardar los intereses nacionales o actúa al verlas venir. Más parece que sus múltiples portavoces buscan objetivos personales y, por supuesto, su presidente ejerce su cargo con un indisimulado autoritarismo caprichoso.

La forma de gobernar es muy concreta: cuando hay que votar en el Congreso una norma, lo primero es apaciguar a la bancada de extrema izquierda, tras lo cual es normal que un ministro vaya a Barcelona a recibir instrucciones, mientras que el vasco pone precio. El resultado del trueque sólo es visible en parte, como el traslado de los terroristas a la comunidad autónoma vasca para que sus autoridades les tutelen la pena, vamos que los liberen.

El resultado práctico es que a los sentenciados se les considera ciudadanos vascos y son tutelados por el Gobierno vasco. Cataluña podría hacer lo mismo, en el resto de España no. La situación establece una evidente discriminación entre españoles que se une a indultos consabidos, incumplimientos flagrantes de las leyes, etc.

Es más que posible que mucho de lo que está ocurriendo con la Justicia tenga su génesis en prolongados malos usos democráticos que han empeorado con la situación de dependencia política del Gobierno de los apoyos independentistas y de sus demandas. Un gobierno no puede retribuir con competencias que son parte de planes progresivos de los independentistas para separarse con hechos consumados y con el menor trauma posible. No se pueden mantener mesas de negociación reservadas, para tratar asuntos constitucionales, mientras que a la vez se pone énfasis en adaptar el Poder Judicial a la nueva situación. Pero es públicamente conocido que la actual cúpula de la Fiscalía está formada por personas de su organización, es decir, obediente a las insinuaciones de la Moncloa.

Es curioso que lo que es privativo de lo poco que va quedando de soberanía nacional, también se le consulte al oráculo bruselense que, una vez más, será una tarea inútil. Europa está en un pico muy alto de su crisis permanente y las soberanías se imponen en una crisis mundial como la que estamos viviendo. Es muy probable que el problema de España sea su organización como estado. Puede que, teóricamente, el modelo sea asumible, pero prácticamente, no funciona, es un fracaso. Quizás habría sido excesivo situar a los partidos políticos, sindicatos y asociaciones empresariales, en el Título Preliminar de la Constitución, pues no son instituciones estatales, son fruto del ejercicio del derecho de asociación y, por tanto, fungibles. Se les exige que su organización y actividad tienen que ser respetuosas con la Constitución a la vez que tienen que ser democráticos. Sonoras palabras y rimbombantes conceptos. Podrían ir en el Título III, el de las Cortes Generales.

La pregunta es: ¿Quién vigila a los partidos?

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