Qué fácil es ser revolucionario si no pagas nóminas

Qué fácil es ser revolucionario si no pagas nóminas

A veces pienso que la sociedad no se divide entre personas de derechas e izquierdas, entre independentistas o constitucionalistas. La brecha importante está entre quienes saben qué es subir la persiana por la mañana o pagar las nóminas de los trabajadores y aquellos a quienes toda la vida les ha venido su sueldo de un puesto seguro en la administración pública. Ya sé que no es totalmente así. Quienes tienen ese trabajo fijo como resultado de una trabajosa oposición pueden ver los devaneos progres o independentistas como los actos de frivolidad intolerable que en realidad son.

En fin, tal vez existe un abismo entre quienes han luchado y luchan, quienes han unido a su talento la perseverancia (lo que siempre ha venido llamándose “mérito”) y el buscador de chollos, de cargos puestos a dedo o simples supervivencias poco lucidas pero suficientes si respiran poco.

A mí me ha perseguido siempre la persiana por la mañana y por la noche. Amenizada, como no, por el estruendo inconfundible de “la barra de la persiana” (ese instrumento terminado en gancho que tira de la misma si está muy alta) cuando se lanza al suelo nanosegundos antes de cerrar el local. Es el sonido de mi adolescencia, de la primera juventud y que recuperé sin entusiasmo particular entrada la madurez gracias a un marido botiguer. La persiana marca. Que se lo pregunten a Margaret Thatcher, hija de tendero. Otorga una cosmovisión.

Hubo una época en que la mayoría de los tenderos catalanes eran de la tierra. Luego traspasaron los negocios a recién llegados que tomaron el relevo. Sus hijos debieron preferir masivamente otra cosa. Porque si no, no se entiende. Pues, a la que nos hemos dado cuenta, dos millones de personas en Cataluña han sido capaces de dar apoyo a una locura como el procés.

Esa gente ha jugado a la revolución y ahora contempla el destrozo de manera ambivalente. Fastidiados, porque perder no gusta y está claro que el paisaje tras la batalla es de estropicio y ridículo. Pero, por otro lado, personal y económicamente incólumes. Quizá a alguno le tocará pagar algún pato. Y no hablo de cárcel, sino de eso que duele muchísimo más: el patrimonio. Pero la mayoría lo sentirá como una travesura que valió la pena, pues no han perdido su puesto en la administración pública, catalana o española, en la universidad, la escuela o en centros hospitalarios y educativos más o menos concertados. Jugaban con la red puesta y lo sabían.

Lo saben. Como los seis rectores de universidades públicas catalanas, la UB, la UAB, la UPC, la URV, la UdG y la UPF, con suficientes narices como para dar su apoyo el pasado sábado a la Asamblea Nacional catalana (ANC) cuando asistían a la manifestación de la Diada.

Jordi Matas, catedrático de Ciencia Política de la UB, celebró en la redes que habían “recuperado la dignidad universitaria». Y eso que el pasado mes de junio, el TSJC señaló que la Universidad de Barcelona había atacado la más mínima neutralidad ideológica apoyando a los condenados del 1-O con un manifiesto de apoyo.

Y en este paraíso del sueldo fijo hemos conocido estos días que Núria Pla, vicerrectora de Calidad y Política Lingüística de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC), aireó un mensaje en el que alentaba la comisión de acciones como las que tan penosamente nos tocó sufrir durante meses (años) con frases así «¡Ganas de fuego, de contenedores quemados y de aeropuerto colapsado!».

La han cesado. El rector de la UPC, Daniel Crespo, dio como motivo el evitar “interpretaciones” que “afectasen la institución”. Pero dudo que la valiente vaya a perder su empleo en la “uni”. No la verán de botiguera.

 

Lo último en Opinión

Últimas noticias