Apuntes Incorrectos

Progresismo económico letal sin pudor

impuesto

Desde que llegó al poder, el presidente Sánchez no ha cesado de minar el prestigio y la reputación de las empresas con normas de todo pelaje para atacarlas. La contrarreforma laboral, con la subsiguiente recuperación del poder de los sindicatos en la negociación colectiva, la subida del salario mínimo, el aumento descarado del Impuesto de Sociedades o el incremento de las cotizaciones sociales, son ejemplos palmarios de esta aversión por el mundo de los negocios que castiga el capital y mina la atracción del país como destino de los flujos de inversión. Esto representa un atentado en toda regla contra los únicos agentes capaces de generar riqueza y empleo.

Ahora, en el paquete de medidas aprobado el pasado sábado para combatir los efectos de la guerra, el Gobierno ha decidido dar otra vuelta de tuerca a su voluntad persecutoria anunciando un impuesto de nueva generación sobre los beneficios presuntamente extraordinarios de las compañías eléctricas y de las petroleras. Es verdad que otros países como Reino Unido o Italia lo han hecho, pero eso sólo prueba que no tenemos el monopolio de la estupidez.

Esta demonización implícita de las empresas energéticas es una muestra del intervencionismo más letal, un ataque a la economía de mercado y un desafío a a la filosofía de vida y la manera de pensar que ha conducido siempre a las sociedades más prósperas y productoras de bienestar. Genera una tensión intolerable sobre las compañías, castiga inmerecidamente a sus accionistas -entre los que se encuentran muchísimos ciudadanos de clase media, bien de manera directa o a través de fondos de inversión-, pues precipitará la caída de sus títulos en la bolsa, penalizando el ahorro de los participantes en su capital, e introduce un sesgo de inseguridad jurídica en un momento económico singularmente inoportuno, justo cuando más necesitamos de la corriente internacional de dinero y del ahorro exterior para tratar de superar la crisis. El nuevo impuesto entrará en vigor en enero de 2023, pero gravará retroactivamente los márgenes obtenidos a lo largo del presente año.

Es una operación que representa un castigo rotundo contra unas empresas que sólo han cumplido con uno de los objetivos nucleares para el que siempre han estado concebidas: ganar el mayor dinero posible. Una vez consumado el hachazo fiscal, qué incentivos tendrán las compañías afectadas para invertir aquí; qué estímulos pueden encontrar sus homólogas de otros países al comprobar que juegan en un terreno hostil presidido por la incertidumbre y la arbitrariedad. Ninguno. Irónicamente, se producirá el efecto contrario: la competencia acelerada de otros destinos más respetuosos con el mercado y dirigidos por políticos decentes, en lugar de por cuatreros entregados a la demagogia y el populismo de la peor calaña.

En la rueda de prensa en la que presentó el plan contra la crisis, el presidente argumentó que esta es su manera de entender la justicia social, un concepto peronista eminentemente aberrante, y mostró su seguridad de que, en esta decisión, está acompañado por la mayoría de la opinión pública. Puede que sea cierto porque hay muchos ciudadanos que celebran que se suban los impuestos siempre que, naturalmente, sea a los demás, sobre todo si esto se traduce en subvenciones y bicocas de la más variada estirpe. Por eso, Sánchez debería haber matizado: es posible que esta decisión tan inicua e irresponsable satisfaga los más bajos instintos de muchos ciudadanos, pero esto sólo servirá para fortalecer su miseria moral, para reabrir la cacería contra el mundo empresarial -sin cuya pujanza estamos condenados a la ruina- y también contra los ricos, que son los caballos que, en lugar del sambenito de la explotación que padecen, son los que tiran del carro.

Tenemos en España en el sector energético unas multinacionales ejemplares, intensamente internacionalizadas y competitivas, que además ejercen un efecto tractor difícil de exagerar sobre el conjunto del tejido productivo. Castigarlas por tener altos beneficios, que no extraordinarios, carece de sentido, tanto del económico como del común. Es pegarse un tiro en el pie solo para congraciarse con el gregarismo, la vulgaridad y el egoísmo.

El mismo propósito tienen otras medidas como el cheque de 200 euros a los hogares de rentas bajas o la subida del 15% de las pensiones de jubilación no contributivas. Son intentos descarados de ejercer el clientelismo político sin clase alguna de pudor, de ganar acólitos y de obtener el rédito sufragista correspondiente en las próximas citas electorales, de comprar votos y afinidades sin escrúpulos. Es dudoso que el destino de este fomento descarado de la cultura del subsidio sea el consumo. Más bien irá a engrosar el ahorro, que ya es muy alto en nuestro país, según los últimos datos del Banco de España.

El Gobierno habría tenido, por otra parte, una buena oportunidad para reformular la bonificación de los carburantes, que ahora se practica de manera universal, y que debería enfocarse en exclusiva en los que, en razón de su actividad, no tienen más remedio que consumirlo, que son las compañías de transporte. En todos los demás casos, intervenir en el mecanismo de formación de precios, en esta ocasión afectada por factores exógenos y fuera de nuestro control, como la guerra en Ucrania y el encarecimiento de las materias primas es una mala práctica económica. Acaba provocando efectos indeseados, justo los contrarios a los perseguidos.

Por duro y doloroso que parezca, la inflación, que es el resultado del incremento sostenido del nivel de precios, sólo se combate si se ataca su causa, que es el aumento desorbitado del dinero en circulación, entre otras cosas como consecuencia de la multitud de ayudas y subvenciones otorgadas para paliar la pandemia, aunque no solo. La manguera de los bancos centrales lleva imprimiendo billetes a toda presión desde hace una década. Lo que quiero decir es que estas medidas del Gobierno no sólo serán perjudiciales, sino que van equivocadamente dirigidas a combatir los síntomas de la inflación, no su razón de ser.

El presidente Sánchez dijo el sábado que sus políticas conseguirán reducir la tasa de inflación en 3,5 puntos. Una vez oída la predicción de este fachendoso, me acordé al instante de mi tía Ángeles, que Dios tenga en su gloria. Era una beata considerable que se pasaba el día rezando, preferentemente a Santa Teresa de Jesús, que era su preferida, y también mintiendo de manera sistemática. Siempre estuve convencido de que contaba con la venia del Señor, pues se creía a pies juntillas todas esas mentiras, eludiendo el pecado. Nadie en su sano juicio avala que el plan del presidente vaya a evitarnos 3,5 puntos de inflación, ni él mismo. Por eso Sánchez no solo es un embustero compulsivo, sino un pecador impenitente.

Que estas medidas vayan destinadas a proteger a los más desfavorecidos, o sean progresistas; o que la coalición Frankenstein gobierne para los trabajadores, o la pose victimista que adoptó el presidente al decir que su Ejecutivo sufre el ataque inmisericorde de los poderosos y de sus terminales mediáticas -cuando controla los mayores grupos de televisión del país y el periódico y la radio de mayor audiencia de España- es una fabulación sólo al alcance de una imaginación dislocada y el producto de una tenacidad para infligir daño, arruinar la nación y destrozar de paso sus instituciones inédita en la historia.

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