La prisión preventiva no puede ser un cajón de sastre
La libertad es uno de los derechos básicos de toda persona. Cuando un Estado de Derecho decide privar a un procesado de su capacidad de movimientos, esta acción judicial debe realizarse con las máximas garantías y con una carga probatoria muy sólida, porque el tiempo en prisión nunca podrá devolverse. De no actuar así, nos encontraremos de nuevo con un caso como el de Sandro Rossell, que ha sido exonerado de las acusaciones de blanqueo. Su reputación ha sido restaurada tras la absolución, cierto, pero nadie podrá devolverle los 22 meses que ha pasado preventivamente en la cárcel.
Hoy en día existen instrumentos tecnológicos –pulseras electrónicas, por ejemplo– que evitan que una persona en riesgo de fuga puede escaparse. Y desde luego conviene igualmente rehuir una suerte de encarnizamiento con las personalidades públicas, pues en ocasiones da la impresión de que la judicatura, por el mero hecho de ser individuos conocidos, actúa con una dureza que no siempre está plenamente justificada.
Del mismo modo, la prisión preventiva tiene que ser proporcional; es decir, aplicarse en función a la gravedad de los delitos por los que el individuo en cuestión será posteriormente juzgado. No puede suceder que esta medida cautelar sea la única que un Estado de Derecho tenga a su disposición, porque de la misma manera que existe la presunción de inocencia hacia los acusados, la responsabilidad que evite una posible destrucción de pruebas tiene que correr, al menos en primera instancia, a cargo del investigador, no de la persona investigada. De todo este asunto extraemos una conclusión: la prisión preventiva, por la gravedad de la medida y por los riesgos que conlleva, tendría que estar mucho más tasada. Como ha dicho el abogado de Rossell: convendría que la Justicia, el legislador y la sociedad se replanteen una normativa que no puede ser un cajón de sastre.
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