Opinión

El poder de la ley

Vivimos en España una encrucijada política sin parangón en nuestra historia democrática. Hemos llegado a una situación en la que el poder político de una región, vulnerando el marco legal constituido y la división de poderes propia de toda democracia, ha decidido desafiar no sólo al Gobierno de España —poder ejecutivo— sino también a sus jueces —poder judicial—. La nueva realidad jurídica ya se vivió de manera similar en 2014 cuando Arthur Mas llevó adelante la consulta del 9N. Mas, Rigau y Ortega fueron condenados en 2017 por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña como autores y colaboradores necesarios, respectivamente, del delito de desobediencia. El día del juicio, las defensas de los acusados, para rebatir los elementos jurídicos del delito de desobediencia, refirieron «no recibir una orden directa y concreta» que les apercibiera de no realizar el referéndum del 9 de noviembre. La sentencia aclaró que los culpables de la comisión del delito de desobediencia lo realizaron «de manera consciente y deliberadamente desobedecieron» puesto que la providencia del Tribunal Constitucional, que suspendía cualquier acto en relación al 9N, era ampliamente conocida.

Como consecuencia de este 1-O se ha abierto entre los juristas el debate de, en lo referido a los voluntarios que participen en el referéndum, si se les podría exigir alguna responsabilidad penal por esta acción, ya que el Código Penal prevé en su artículo 556 unas penas de 3 meses a 1 año para los autores de este delito: «Con conocimiento de la existencia de una orden directa y determinante de una autoridad decida a ofrecer una negativa a cumplir esa orden». Es decir: ofrecer una oposición voluntaria al mandato de la autoridad. Por lo tanto, el acudir a colaborar en el desarrollo de un acto que no tiene amparo legal, como es el referéndum del 1 de octubre —porque ha sido suspendida la ley que lo regula—, y siendo esta situación conocida por parte de la inmensa mayoría de la ciudadanía —orden directa—, se podría entender indiciariamente que se dan los elementos penales para que esta conducta fuera sancionable o, por lo menos, jurídicamente perseguible.

Es cierto que cabría analizar si la desobediencia es considerada «grave» o «leve». De no considerarse grave, esta conducta podría entenderse recogida como un delito leve con una pena de multa o en su caso como una acción descrita en la Ley de Seguridad Ciudadana, y pudiera ser sancionable en la vía administrativa —en lugar de por la vía penal— como una infracción grave o muy grave con multas que pueden llegar a los 30.000 euros.

¿Qué ocurriría si la Generalitat te cita como vocal en una mesa electoral y no se acude? Con la ley en la mano nada. La ley que da vida al referéndum está suspendida y por ello no puede desplegar autoridad ni efectos. Si la Generalitat impusiera sanción alguna, esta se conduciría por la vía administrativa y sería recurrible ante la jurisdicción contencioso administrativa que anularía la hipotética sanción. En otras palabras: no hay conflicto de ley porque la ley catalana no está vigente. Sin embargo, muy diferente sería el caso si ese voluntario decidiera acudir a la mesa electoral.

Aunque la Generalitat haya abierto el debate, y quiera hacer creer que existe un conflicto normativo, con la ley en la mano el mismo no existe. La ley, y el Estado, no pueden actuar según la conveniencia de las circunstancias, ya que contravendría el marco de todo esquema democrático: la división de poderes. Esperemos que, ante este desafío, la ley despliegue todo su poder en cuanto a lo jurídico como expresión de la soberanía popular, y que lo político vuelva a ser eso: un debate de ideas dentro de las normas soberanas del juego.