No le toquemos los costados al Rey
Me dicen, quejándose, desde las cercanías, muy cercanías, de la Casa del Rey, que es tanto como decir del Rey mismo: «Pero, ¿es que alguien se cree que somos tontos, alguien se cree que estamos en la inopia, alguien se cree que no leemos los periódicos, escuchamos las radios o vemos las televisiones?». Y añaden: «Se nos puede pedir de todo… menos una cosa, que bajemos al fango y nos encerdemos en él». La corta conversación muy directa viene al cabo de una pregunta planteada con rotundidad por el cronista: «¿Es que el Rey no puede hacer algo más de lo que está haciendo?». En realidad es una cuestión que, con seguridad, todos los periodistas estamos recogiendo de lo que se nos pide en la calle: «¿Es que Felipe VI no se está enterando de lo que está ocurriendo?». La cuestión es de una simpleza aterradora, pero se entiende por qué nuestra Constitución de 1978, todavía vigente pese a su barrenador, Pedro Sánchez Castejón, ha ignorado durante todos estos años, cuarenta y cuatro años, desarrollar pragmáticamente todo lo dispuesto en el Título II donde, de forma ambigua, se fijan las atribuciones de la Corona. «Regular» o «moderar» son verbos tan crípticos (los cursis los llamarían anfibológicos) que se pueden interpretar a gusto de cada quien. Los constitucionalistas modernos echan de menos, sin ir más lejos, que el Jefe del Estado -que lo es, no se olvide el dato- pueda llamar la atención a «sus» políticos cuando éstos transgreden nuestra norma suprema o lo que es peor, como ocurre en estos momentos, están en el trance de cargársela literalmente.
Pero incluso si la Corona dispusiera de instrumentos constitucionales específicos, ¿sería aconsejable que en estos días trasmitiera a «su» jefe de Gobierno su incomodidad por las reformas, agresiones más bien, que está introduciendo en la Constitución? Pues si el cronista, y nuestros episódicos lectores, hicieran caso a nuestros interlocutores «de cercanías» a la Corona mencionados arriba, no, no sería nada aconsejable. Los citados indican que ahora mismo el peor favor que se le puede hacer a la Corona es intentar que se «moje» en una pelea entre los que intentan defender la permanencia de nuestro texto fundamental y los que trabajan para anularlo. Lo expresan claramente y de forma gráfica así: «Tomar partido nos dejaría sin partido». No es, desde luego, únicamente una frase ocurrente, es la expresión de una actitud preocupada que guarda absoluta actualidad. Porque vamos a ver: ¿Es verdad o no lo es que en estas fechas existe una evidente presión sobre el protagonista reinante de la Monarquía para que en el mensaje de Navidad de esta Nochebuena condene expresamente lo que se está haciendo con España? Cuando se transmite la constancia de esta presión a los mandatarios de esta institución responden así: «¿Que qué se puede esperar del texto que el Rey viene preparando para la Nochebuena? Pues otra vez se colocan en situación de «prevengan» y adelantan: «Se puede dar por seguro que pedirá respeto y aceptación de las normas constitucionales». ¿Supondrá ello una clara descalificación de la destructiva política de Sánchez, sus corifeos y sus cómplices? Pues, otra vez, no. Esta ocasión no será la clonación de aquel discurso soberbio que el Rey Felipe pronunció en octubre de 2017 cuando los independentistas catalanes se alzaron contra la unidad de España.
Y es que la gente pretende ignorar que todos los actos públicos del monarca, sus declaraciones, pasan indefectible por el fielato de la Moncloa, de la Presidencia del Gobierno. En aquel octubre, Felipe VI tuvo la suerte de que su interlocutor ejecutivo era Mariano Rajoy que apenas corrigió una coma de aquel documento sonoro. Otra vez, que el cronista rememore, sucedió, siendo rey don Juan Carlos I y Jefe de su Casa el general Fernández Campo, que el Jefe del Estado se empeñó en mencionar de forma muy crítica, con condena incluida, la enorme corrupción que era entonces la nota predominante de la gobernación socialista. Pues bien, la Moncloa devolvió el texto descrito con un adjetivo determinante: «Inaceptable». ¿Y qué ocurrió? Pues que la Zarzuela transmitió este mensaje como respuesta: «O se leen estos párrafos como están diseñados, aunque sea con leves matizaciones, o no hay discurso». Lo hubo y el gobierno de González tuvo que tragarse la andanada como si no hubiera pasado nada. Un ministro de aquel gabinete nos dijo a los periodistas en las Cortes: «La cosa pasará, no le deis demasiada importancia». Pero, ¡vaya si la tuvo!
Las circunstancias de este momento son incomparables en gravedad. En la tesitura actual lo que está en riesgo es el Estado mismo, o sea, la supervivencia de España como nación. Toda la estrategia del Gobierno, pactada con sus cómplices, es adelgazar las instituciones básicas para convertir a este país en una filial de los comunismos asesinos de Venezuela o del nicaragüense Ortega. Tras la peripecia vivida este principio de semana en el Tribunal Constitucional, se puede afirmar sin ambages que lo más seguro que nos queda ya es la Corona, que las demás entidades públicas instaladas desde la Transición del 78 están demolidas. El Constitucional lo hemos salvado por los pelos. Es curioso cómo todos caemos en los trampantojos que nos tienden estos felones. Véanse: han sacado a relucir el golpe de Tejero, achacándoselo, con toda desvergüenza, a sus víctimas para tapar los escándalos de la supresión de los delitos sediciosos y malversadores. Ya a estas alturas el personal del país no sabe a ciencia cierta si los delincuentes están o no perdonados o si van a tener que devolver el dinero robado, todo el mundo se queda en entrar al trapo del cepo golpista. Esta es la gran victoria de los insidiosos. Por eso, volvamos al principio de la crónica: ¿qué debe decir este sábado a los españoles su Rey? Pues, sólo se le puede sugerir esto: ¿que se comporte como el mejor garante que resta ya tras la acometida de los insurrectos? ¿Cómo hacerlo? Pues con una sola frase: «La Corona está para defender la ley y la unidad de España». Se comprenderá: es justamente lo que está intentando demoler Pedro Sánchez Castejón. Con esto, basta, no le toquemos a Felipe VI más los costados exigiéndole misiones que, de reclamarlas como suyas, le pondrían como a su bisabuelo en el barco de Cartagena. O más probablemente, en un avión a Dubái.