La no separación por lengua tampoco ha salvado el catalán

catalán baleares

«En el momento en que se aprobó la Ley de Normalización Lingüística (1986) se estableció de forma muy clara que tenía que haber un solo modelo lingüístico para todos los escolares, que no se tenía que permitir la separación por razones de lengua. La intención apriorística era que la integración de los no catalanohablantes sería más fácil en un entorno escolar que les permitiera estar en contacto con compañeros catalanohablantes, pero, después de casi cuarenta años de la Ley, si bien se mantiene el criterio de no segregación de los alumnos, la práctica ha demostrado que son los catalanohablantes los que abandonan el catalán y pasan a usar el castellano, en vez de que los no catalanohablantes pasen a usar el catalán en su interrelación con el resto de compañeros. Es decir, se producen efectos contrarios de los que se pretendían conseguir».

Este esclarecedor diagnóstico lo firma el sociolingüista de la UIB, Joan Melià, en el informe de resultados de Actituds i usos lingüístics dels joves de les Illes Balears, estudio publicado por el Instituto de Estudios Baleáricos en marzo de este año y que pueden encontrar fácilmente en la red.

Sólo la lectura sosegada y pensada de este párrafo debería bastar para poner en cuarentena los tres mitos de los que se vale la autodenominada «comunidad educativa» para defender a capa y espada el modelo de inmersión lingüística en catalán: la cohesión social, la salvación del catalán y la integración. Los tres mitos saltan por los aires. Cuando uno vive en sus ensoñaciones y da por buenos los mismos tópicos desde hace 40 años, cuando uno se abona a la pereza mental y se conforma con defender los mismos lugares comunes a ver si diciendo todos los mismo de forma sincronizada conjuraremos la cruda realidad, uno se encuentra que tras 40 años sus esfuerzos han sido en balde.

No se queda ahí en su descarnado diagnóstico el profesor Joan Melià, el responsable de las encuestas que sobre usos lingüísticos se llevan haciendo en nuestra autonomía desde hace 20 años. Melià reconoce las severas limitaciones de la escuela para cambiar las normas de uso lingüístico. La escuela no basta, es más, a mi juicio y Melià lo deja caer, nuestros sociolingüistas deberían plantearse estrategias voluntarias mucho más útiles (intercambios interfamiliares, inmersión en clubes deportivos, culturales o teatrales, fines de semana en Ariany…) y fuera del horario lectivo si de verdad quieren que los estudiantes después de la ESO dominen ambas lenguas. Las escuelas por sí solas siempre han sido pésimas academias de idiomas. Otro día lo analizaremos.

Melià constata la deserción y la escasa lealtad lingüística de los catalanohablantes a la hora de conversar con un castellanoparlante al cambiar en seguida al castellano. Esta actitud o norma de uso, en absoluto racional ni ideológica, es la clave de bóveda del asunto. Reconozcamos que el mayor conocimiento -a menudo, sólo a nivel de comprensión- del catalán en ambientes fuertemente castellanizados como la bahía de Palma o Ibiza no implica para nada que el catalán se termine utilizando fuera de las aulas ni que se vuelva a utilizar nunca más en su vida.

Melià distingue entre un idioma, el catalán, ligado a la identidad, a la lengua de un grupo (el balear autóctono) que sólo concierne a este grupo y que es utilizado solamente en sus comunicaciones internas, o sea, entre nativos mallorquinohablantes. Y otro, el castellano, como lengua anónima, neutra, la de todo el mundo y a la vez de nadie, no ligada a ninguna identidad. En definitiva, el castellano es la lingua franca entre los baleares, la lengua verdaderamente nacional, ni más ni menos, el vehículo transparente de comunicación pública e instrumento universalmente disponible para la ciencia, los medios y la organización social. Remata Melià, «tampoco no es beneficioso que la lengua catalana aparezca vinculada a determinadas ideologías políticas», como ha ocurrido y sigue ocurriendo, como puede comprobarse en prácticamente todos los plumillas que escriben columnas en catalán o en el diario arabalears.cat.

Más allá de las intenciones de Melià, que naturalmente apuntan a incrementar e intensificar las medidas normalizadoras en ámbitos que van más allá de los escolares, lo que aquí constatamos es la latinización del catalán, una lengua que se «conoce» (aunque habría que ver hasta qué punto) pero que apenas se habla entre los que han venido de fuera. La realidad, se estará de acuerdo o no, gustará más o menos, es que el catalán apenas ha ganado hablantes entre quienes han venido de fuera; por lo visto, las políticas lingüísticas llevadas a cabo han sido incapaces de seducirles, si no han sido contraproducentes. Los que hablamos mallorquín seguimos siendo prácticamente los mismos de hace 40 años.

Vaya anotando la autoproclamada «comunidad educativa» algunas verdades dolorosas y aterricen de una vez en el planeta de la sociolingüística real y no en la de los sueños compartidos. 1) El catalán no es la lengua de integración en Baleares al haber sido incapaz de integrar en esa lengua a los venidos de fuera. Al contrario, hemos sido los nativos de aquí, digamos, quienes nos hemos integrado con gran entusiasmo al castellano (¡nos encanta hablarlo y mucho más escribirlo!), incluso diría que en mayor medida que en los años ochenta. 2) La lengua que cohesiona socialmente a los baleares -y a nuestros estudiantes en zonas bilingües- no es el catalán, es el castellano. 3) La escuela en catalán no ha impedido su latinización a un coste, desde el punto de vista académico y formativo en ambientes fuertemente castellanizados, terrible, un coste que algún día nuestra universidad pública o el Instituto de Estudios Baleáricos podrían estimar si les sobraran algunos ahorrillos.

Los políticos y los docentes tendrían que dar respuesta a la realidad «tal como es», no a lo que ellos, pecadores de fatal arrogancia que diría el gran Hayek, creen que «debería ser», aferrándose a los mismos tópicos y objetivos de hace 40 años. Partiendo de la premisa de la realidad tal como es, se deben diseñar políticas educativas que redunden en el mayor beneficio académico de nuestros alumnos, no en beneficio de dogmas tan manidos como impracticables, doctrinas psicopedagógicas pasajeras y objetivos fracasados. La inmersión no ha sido ningún modelo de éxito, en ningún sentido, ni siquiera para la lengua catalana.

Ya va siendo ahora de que, en lugar de repetir como cacatúas los manoseados lugares comunes de siempre que sólo sirven para enrocarse en inexpugnables fortalezas mentales para la batalla política e ideológica, políticos y docentes se vayan apartando de este calorcillo de establo con quienes comparten la misma pereza de pensar.

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