El nefasto legado de Carter
La muerte de Jimmy Carter este domingo no sólo marca el final de una vida, sino que ofrece una oportunidad de reflexión sobre su legado. Pese a los esfuerzos de la izquierda por mitificar su figura, la verdad es que su presidencia fue un desastre. Carter, como Joe Biden, llegó al poder prometiendo moderación y cambio, pero ambos compartieron un mismo destino: ser despedidos de la Casa Blanca por un pueblo harto de su incompetencia.
Carter fue el precursor del globalismo progresista que ha encarnado Biden en los últimos cuatro años, un líder que prefiere someter los intereses nacionales a los dictados de organismos internacionales como la ONU. Fue bajo su mandato cuando se plantaron las semillas del desastre energético que vivimos hoy, con políticas que en lugar de potenciar la autosuficiencia, fomentaron la dependencia.
Creó el Departamento de Energía, un monstruo burocrático que abrió la puerta a la actual agenda climática que castiga a las economías occidentales mientras enriquece a China. Biden, siguiendo ese guion, ha convertido a Estados Unidos en un rehén de las élites globalistas, empeñado en sacrificar el petróleo texano mientras ruega a Arabia Saudí y Venezuela que aumenten su producción.
Carter llegó a la presidencia como un outsider con una imagen impoluta, una especie de mesías sureño que devolvería la moralidad a la Casa Blanca tras el escándalo de Watergate. Biden, a su manera, intentó hacer lo mismo tras el ruido mediático de Trump. Pero gobernar no es predicar desde un púlpito. Ambos confundieron moralismo con liderazgo.
Mientras Carter veía cómo la Unión Soviética invadía Afganistán y consolidaba su poder en Asia Central, Biden permitió la debacle de Kabul, un episodio vergonzoso que recordó al mundo que, bajo presidentes débiles, Estados Unidos no es la potencia indiscutible que debería ser. Ambos convirtieron sus presidencias en símbolos de capitulación, y el precio lo pagaron no sólo los estadounidenses, sino también los aliados que dependían de un liderazgo fuerte.
El desastre en Irán fue para Carter lo que Afganistán fue para Biden: la evidencia de una política exterior torpe e ingenua. Carter permitió la caída del Sha, un aliado clave, y con ello abrió las puertas a un régimen islamista que sigue desestabilizando Oriente Medio. Biden, por su parte, ha coqueteado con la debilidad frente a potencias como Irán y Rusia, demostrando que no ha aprendido nada de los errores del pasado.
La crisis de los rehenes en Teherán, con 52 diplomáticos estadounidenses secuestrados durante 444 días, consolidó la percepción de Carter como un presidente débil. Del mismo modo, Biden ha permitido que potencias como China y Rusia desafíen abiertamente a Estados Unidos, erosionando la imagen del país en el escenario global. Carter habló de derechos humanos, mientras los soviéticos avanzaban. Biden habla de «diversidad» y «equidad» mientras Pekín y Moscú construyen un nuevo orden mundial basado en el autoritarismo.
En lo interno, Carter enfrentó una economía devastada por la estanflación, con inflación descontrolada y un estancamiento económico que hundió la calidad de vida de los estadounidenses. Biden, con su inflación rampante y su obsesión por financiar proyectos progresistas en detrimento de las clases medias, no se ha quedado atrás. Ambos presidentes comparten el dudoso honor de haber alienado a una nación que clamaba por liderazgo y soluciones.
Y aquí es donde entra el paralelismo con sus respectivos sucesores: Ronald Reagan y Donald Trump. Reagan, como Trump décadas después, fue todo lo contrario de su predecesor. Mientras Carter ofrecía sermones moralistas y discursos de derrota, Reagan llegó con un mensaje claro: restaurar el orgullo nacional, recuperar la fortaleza económica y reponer el liderazgo global. Trump, al igual que Reagan, ha devuelto a millones de estadounidenses la confianza en su país, enfrentándose sin complejos a los enemigos de Estados Unidos, ya fueran internos o externos.
Reagan entendió que la fuerza no se negocia; se impone. Su administración lideró la ofensiva que acabó con la Unión Soviética, un logro monumental que contrastó con las torpezas de Carter. Trump, por su parte, ha desafiado abiertamente a China y defendido los intereses nacionales frente al globalismo que Biden y Carter abrazaron.
Mientras Reagan reactivaba la economía con políticas de libre mercado, Carter culpaba al pueblo estadounidense de su «materialismo» en el tristemente célebre Discurso del Malestar. Trump, a su manera, pretende replicar de nuevo el éxito de Reagan revitalizando la economía y devolver empleos a Estados Unidos.
Hoy, la izquierda intenta reescribir la historia, pintando a Carter como un santo laico y, a Biden, como un abuelo empático que ha guiado al país. Pero la realidad es que ambos representan el fracaso de las ideas progresistas cuando se enfrentan a la dura realidad del mundo. Gobernar no es un ejercicio de vanidad moral; es una responsabilidad que requiere firmeza, estrategia y la voluntad de defender a tu nación. Carter, como Biden, pasará a la historia como un presidente que no estuvo a la altura de las circunstancias porque la historia no se escribe con discursos, sino con resultados. Y en eso, Reagan y Trump los superan con creces.
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