Los ‘maketos’ Pradales Gil y Esteban Bravo

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Así llamaba el xenófobo inventor del Partido Nacionalista Vasco, Sabino Arana Goiri, a todos los insensatos inmigrantes que tenían la ocurrencia de llegarse al País Vasco (él lo centralizaba todo en Bizkaia) de paso o incluso para quedarse. Nótese que el citado se refería a Vizcaya en castellano, porque entonces no soñaba con colonizar Guipúzcoa, mucho menos Álava (lo de Araba es una bobada ingeniada por descerebrados recientes) ni tampoco Navarra, a la que el aitá tenía sencillamente como una tierra de promisión.

No iba descaminado porque la huerta del Viejo Reino llenaba las tripas de los vascos de toda condición. Con los susodichos maketos Arana no ahorraba descalificaciones. Les dejo sólo dos perlas cultivadas, 1): «Es preciso aislarnos de los maketos en todos los órdenes de la vida» y, 2): «Para nosotros sería la ruina el que los maketos residentes en nuestro territorio hablasen euskera». Como Pradales y Esteban, pienso yo. Así se despachaba este hombre que dejó escritas sus obras completas en un panfleto baboso titulado: De su alma y su pluma. Nada menos. Pues bien, ahora viene lo gordo. El hijo de Pradales, recién lehendakari, y de Esteban aún gregario de Sánchez como portavoz del PNV en Madrid, están aquejados de una enfermedad sin tratamiento: la furia de los conversos, un bacilo que sufren con alborozo todos los que, como en el caso, no pueden presentar antecedentes de pureza euskérica.

Para disimular sus carencias genéticas y políticas se convierten en ardorosos voceros de la nueva fe a la que defienden como lo hacen los pobres imbéciles de una secta que arropa lanarmente a su jefe. Pradales Gil y Esteban Bravo han producido en los pasados días dos síntomas de su patología. El primero se ha negado a incluir en su proclama ante el árbol de Guernica, que ya va para varios renuevos, la lealtad al Rey de España que todos sus predecesores, desde Garaikoetxea al más reciente Urkullu, sí profesaron sin problema alguno de conciencia. Lo del segundo es más cutre, fíjense: preguntado si había contemplado con gusto la victoria futbolística de España sobre Italia, el sujeto negó la visión tres veces porque aseguró que su selección es la Euskadi, no la de España. Eso sí, en un momento dado se le fue la pinza, y confesó que había estado frente al televisor más o menos cinco minutos. Seguro que más, entre otras cosas porque la selección está plagada de vascos y el gran héroe del partido fue el buen muchacho de Pamplona, Nico Williams, claro está que a lo mejor, por estar teñido de negro ébano, no le agrada demasiado a Esteban.

Desde luego enseñarles a ambos lo que es la historia del entendimiento de los vascos con la Corona es una tarea inútil. Por sectarios no querrán entenderla y por analfabetos no la comprenderán. Por si acaso les queda alguna neurona que no viaje en su cerebro en patinete, procedo a recordarles que ya in illo tempore tanto Alfonso VIII como XI juraron los fueros de los territorios vascos que decidieron incorporarse voluntariamente a la Corona de Castilla, pero para no buscar antecedentes de una edad que los mencionados arriba creerán del diplodocus, que pregunten ellos mismos a los senadores y diputados que les representaron en las Cortes Generales de España en la Transición cómo la reintegración foral plena, base del Estatuto de Guernica, se exhibió como bastión directo del requerido pacto con la Corona.

Fueron tan obtusos los referidos parlamentarios que, con su tozudez y falta de flexibilidad negociadora, se cargaron la posibilidad de ese pacto que, por lo demás, siempre ha estado latente en todas las relaciones de los diferentes gobiernos vascos con el central, denominación que ahora repugna a los referidos maketos. Uno de los siete padres de la Constitución, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, hoy consejero de Estado, escribió hace algún tiempo un artículo científico (sus fundamentos técnicos resultaban abrumadores) que él planteaba en forma de pregunta: «El pacto con la Corona, ¿ocasión perdida u opción abierta?», que recogía la insistente exigencia del nacionalismo vasco durante la citada Transición. Hablaba de sus planteamientos con esta cita original: «Perseguimos la defensa del ser y de los derechos de una nacionalidad concreta que forma parte del Reino». Y una segunda rezaba de este modo aún más explícito: «Por ello, el pacto con la Corona de un determinado cuerpo político (en este caso, la nacionalidad vascongada) no se opone a otras situaciones histórico-forales». O sea; se siente por los susodichos ágrafos, pero en la entraña clásica de su partido de acogida está inserto un acuerdo con la Monarquía, prácticamente desde que la mili se hacía con lanza.

¿Cómo insistir en este punto para que los maketos en cuestión no sigan haciendo el ridículo ante los suyos, euskaldunes, fetén, o ante el resto del personal? Unas gentes que pueden sentirse agredidas por la falta de respeto precisamente al titular de la Corona, a la que se ignora y se desdeña como «cosa extranjera». También pueden quedar risueños por la estulticia de un diputado que se dice seguidor de una selección desaparecida a la que la UEFA y la FIFA no le da bolilla y que sólo juega un partido al año contra combinados estrafalarios a los que golean los delanteros procedentes de Navarra que no se sabe qué hacen en ese sarao. Pero todo esto, ¿qué más da a los infrascritos? Bastante tienen con el ejercicio diario de disimulo de sus genes castellanos a los que han matado por otros invasores que ellos nunca han portado. ¡Pobres maketos, cuánto odio acumulan para la tierra en la que a lo mejor fueron concebidos!

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