Libros políticos imprescindibles

Libros políticos imprescindibles

Ha habido presidentes que leen y presidentes que prefieren que les lean. Bibliófilos convencidos unos y excusados de la lectura otros, a la que sólo acuden cuando el verano impone un retiro obligado. Leer como imperativo y no como infinitivo. Como mandato obligado y no como justificación de entrevista. Políticos convertidos en escritores a tiempo parcial y políticos transformados en discursistas de post-it. Todos dicen que leen a menudo, cuando su prosa es de menuda composición léxica. Una nación se define también por el nivel de educación de gobernados y la capacidad lectora de gobernantes. Y eso que en España leemos mucho, o eso dicen las encuestas, pero demostramos poca comprensión sobre aquello que leemos. También desde lo político. Quizá porque, para leer, se necesita tener afinados sentidos más allá de la imaginación del momento. Sentido de pensamiento, de escucha, de reflexión, de empatía. Sentidos perdidos en España. Leemos para conocer, pero también para entender al otro. Leer sólo a los nuestros es doctorarse en prejuicios.

Leí ayer una entrevista a Eduardo Madina en la que dejó una de esas frases de literato depresivo: “Una vida sin libros es una vida sin viajes, una vida peor”. Lo dice un político cultivado y curtido en el rudo lenguaje de la cosa pública, ruedo donde torean iletrados maestros del eslogan, donde merodean cabestros mansurrones cuya única labor es guiar a la manada parlamentaria a toriles. Madina se va harto de sanfermines de partido, sabedor de que un día el pañuelo que pida orejas y rabo sería a su costa. Entendió a Ignatieff como preámbulo del fuego y cenizas que se avecina en el PSOE, enredado en conceptos inventados para satisfacer tripas agradecidas. En Ferraz deberían tener a mano Hillbilly, una elegía rural (Deusto), un relato de desapego hacia la política conocida que les servirá para entender por qué en el Estados Unidos real votaron a Trump. Un libro esencialista, que es hacia donde debe regresar la socialdemocracia, hacia sus esencias.

Un líder político se conoce también a través de sus lecturas y sobre todo, del momento en el que hace demostración de ellas. Hay políticos de biografías, como Aznar o Sarkozy, de aventuras a lo Moby Dick como Obama, lector furibundo de presuntuosa cultura, de la cual daban fe los equipos que trabajaban con él, cuando les corregía discursos mediante citas de autores que muchos de sus ayudantes ni sabían que existían. Trump, por el contrario, es un político de muchas palabras y pocas lecturas. De ahí que todo en él sea hipérbole de un mandato condenado al exceso hasta en la razón. Rajoy presume de un tipo de libro particular en su asueto estival. Para Mariano, las novelas son para el verano. En Qué significa ser conservador, Russell Kirk ahonda en claves que al inquilino de Moncloa le vendría bien conocer, para defender ciertos principios que parecen escondidos en su timidez tras el tsunami progresista de lo políticamente correcto.

A Pablo Iglesias se le conoce su pasión por los libros de historia, aunque goteen por la misma oquedad ideológica. El filósofo suizo Henri-Frederic Amiel siempre decía que “lo inacabado no es nada” y al líder de Podemos le faltan completar sus vastos conocimientos en teoría política con obras como Significado y fin de la historia, de Karl Löwith, o el Discurso de la servidumbre voluntaria, de Étienne de la Boétie para pontificar con algo más de asiento intelectual. A Rivera, sin embargo, le encajaría muy bien Los usos de la retórica, de Adelino Cattani, para ejercitar su músculo discursivo de una forma más productiva, así como un repaso por Lord Acton y sus Ensayos sobre la libertad y el poder para dotarse de bagaje reflexivo y llenar la despensa de ideas para el futuro. En definitiva, leer. Leer para configurar una visión formada del mundo. Leer para ampliar con gafas ajenas lo que tus ojos te niegan habitualmente. Leer como medicina al monismo, a la intolerancia y al pensamiento único.

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