Musas y gurús peligrosos

Musas y gurús peligrosos
Musas y gurús peligrosos

El pasado 14 de enero comparecieron en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el economista francés Thomas Piketty y la vicepresidenta Yolanda Díaz para dar su versión de cómo arreglar el mundo y tratar de alcanzar la felicidad interior bruta, como en el legendario Reino de Bután. El primero lo hizo, según la prensa progresista, en calidad de gurú de la izquierda europea. Y la española de Ferrol en su papel de musa de la rive gauche nacional, pues desde que desapareció de la escena pública Pablo Iglesias esta activista voluntariosa e impenitente se ha propuesto crear un movimiento político de nuevo cuño al estilo de Macron aunque, en esta ocasión, para aglutinar a la extrema izquierda y más allá, escuchando con denuedo a la sociedad civil, a la que yo -y mira que me esmero- no he oído nunca, con el propósito de hacer cosas muy chulas, es decir, de estropear el legado de lo mejor de nuestra cultura y de la historia.

Pero el caso es que la coincidencia de estos dos personajes tan singulares como anacrónicos dio la oportunidad de escuchar los mayores disparates de que ha habido constancia en el siglo contemporáneo. Para empezar, el señor Piketty ya no es el gurú de nada. Su penúltimo libro, Capital e Ideología, ha sido repudiado por la profesión e incluso la crítica más benévola por ser lo más parecido a un panfleto. En él, además de insistir en sus teorías sobre la necesidad de una redistribución fiscal salvaje que erosione por completo el patrimonio de los ricos, confiscando el capital que han acumulado gracias, bien a la legítima herencia, bien a su envidiable pericia, expone su disparatada teoría de nutrir, gracias al rendimiento de este latrocinio a gran escala, con medio millón de euros a cada ciudadano mayor de 25 años a fin de que se labre un futuro y combatir la desigualdad.

Este generoso regalo sería un enorme desperdicio que induciría no el emprendimiento sino la molicie, pero demuestra con claridad que Piketty desprecia el talento, el esfuerzo y por supuesto ignora deliberadamente el sistema de incentivos que rige desde tiempo inmemorial el sistema capitalista, al que da equivocadamente por superado, y que consiste básicamente en que nada es gratis en la vida so pena de afrontar unas consecuencias indeseables  y desastrosas.

En el libro también expone su tesis sobre cómo deberían funcionar las empresas, que a su juicio tendría que ser bajo un estricto régimen democrático, de manera que los trabajadores tuvieran derecho de voto con el objetivo de impulsar en ellas un socialismo participativo. Así debería  ser en su opinión incluso en las pequeñas compañías para evitar la concentración del poder y de la riqueza, que constituye su obsesión enfermiza.

Resulta muy frustrante tener que explicar a estas alturas que, por fortuna, la vida civil supera con creces la democracia. Gracias a Dios, la familia no es democrática, ni la empresa debe serlo jamás. En estos dos ámbitos, por citar algunos ejemplos paradigmáticos, las decisiones no se someten, en un caso, al sufragio de los hijos, ni en lo que se refiere a las sociedades mercantiles, están a expensas de la opinión de los empleados. En el sistema capitalista, en la economía de mercado, el empresario es el que tiene la idea, pone de su cuenta corriente o busca el capital preciso para lanzarla, y a estos efectos contrata a los trabajadores que necesita para poner en marcha el proyecto.
Los accionistas son los que mandan en la compañía porque para eso arriesgan su inversión y en muchos casos hasta su patrimonio personal.

Esto es compatible con la importancia trascendental de los empleados, que son cruciales para su buena marcha, y totalmente imprescindibles siempre que estén implicados en el objetivo fundacional y propositivo de la empresa, y no que, subyugados por el efecto contaminante de los sindicatos venales del país, incurran en la infame dialéctica entre capital y trabajo, que distorsiona las relaciones laborales e impide el progreso de las compañías, produciendo esa realidad penosa que vemos en muchas sociedades en las que cuanto menos trabajan los empleados más crecen sus reivindicaciones, más falsos derechos esgrimen y más desalineados están de los fines del proyecto común.

Para un empresario cabal, los trabajadores constituyen el capital -distinto al monetario o físico- más importante. Por eso tendrá siempre un interés inmarcesible en formarlos, para que den lo mejor de sí mismos, así como en remunerarlos de manera equivalente al valor añadido que aportan sin escatimar lo que merecen.

Puede que a ustedes les parezca que estoy hablando de un mundo idílico. No lo creo. Si quiere tener éxito, el empresario está obligado a retribuir al máximo tanto al capital como al trabajador sin romper el equilibrio del negocio, así como a sostener adecuadamente a sus proveedores, que son esenciales  para el funcionamiento de esa magna obra.

Pero todas estas cuestiones elementales, que se estudian en primero de Economía, al parecer han sido olvidadas por completo por el señor Piketty, no por la musa Yolanda Diaz, que en el Círculo de Bellas Artes suscribió todos sus delirios, pero que tiene, como descargo de sus desvaríos, no saber palabra alguna de economía, y que como hija de sindicalista y abogada laboralista está envenenada por la lucha de clases y el espíritu de la contradicción insuperable entre el capital y el trabajo, habiendo dedicado la mayor parte de su vida a la confrontación entre patrones y obreros, por decirlo en el lenguaje marxista que tanto le gusta.

En la fecha de autos, Díaz respaldó todas las excentricidades de Piketty y amenazó a España con trabajar durante todo este año en diseñar un modelo de cogestión empresarial. “El qué se produce, cómo y cuándo deben ser ámbitos en los que los trabajadores tengan poder de decisión”, dijo. Y no crean que le tembló el pulso. A mí no me consta haber oído una barbaridad de tal calibre en los anales de la historia. Al menos en los regímenes comunistas, también para desgracia de los consumidores, eran los planificadores estatales los que se encargaban de estos asuntos, induciendo el desabastecimiento y la miseria de sus súbditos, pero jamás se les ocurrió someter la fabricación a un procedimiento nocivamente democrático, cuando no asambleario, que expulsaría de inmediato la presencia del capital monetario en busca de su justa rentabilidad y futuro en lugares menos hostiles.

La musa del Ferrol también insistió en su cruzada fiscal contra los ricos, que según ella son unos desertores tributarios, y afirmó que no es aceptable que los tipos máximos del IRPF sean sólo del 45%. ¿Qué es lo que le parecería aceptable a esta señora cuando, en términos comparativos, somos el país europeo en el que los ciudadanos aportan el mayor esfuerzo fiscal?
Como no cabía esperar de otra manera de gurús y musas tan anacrónicos como peligrosos el debate acabó con una refutación en toda regla de las normas comunitarias de estabilidad fiscal, que obligan a controlar el déficit y la deuda pública y con un repudio de la unanimidad a que están sometidas, proponiendo también la democratización de la política monetaria a fin de que sea más participativa, solidaria y en último término criminal para los intereses generales y el bien común.

Aunque estoy seguro de que ambos personajes nos seguirán ofreciendo días de gloria y sentencias de esas destinadas a ser esculpidas en mármol, el francés casi importa menos, pues ha perdido todo el prestigio que tuvo algún día entre la academia e incluso entre la crítica amiga. Lo de la señora Díaz es peor porque la tenemos aquí y es la número tres del Gobierno. O sea que no queda más remedio que seguir soportando sus extravagancias y, peor aún, sus ínfulas como promotora de un nuevo proyecto político destinado a hacer cosas chulas para mejorar la vida de la gente. Después de Zapatero, con Sánchez de cuerpo presente, una vez que nos hemos librado de Pablo Iglesias gracias a Ayuso, no nos faltaba más que tener que padecer la ignorancia enciclopédica junto la conmovedora ambición de esta señora dispuesta a hacernos felices sin que nadie se lo haya pedido. Éramos pocos y parió la abuela.

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