La gran traición de los socialistas

La gran traición de los socialistas

Llevamos ya bastantes años padeciendo el mismo drama. El pueblo soberano es víctima de un ambiente autoritario, sectario e inquisitorial. Se gobierna desde la arbitrariedad, la prepotencia y el abuso de poder. El Gobierno mancha cuanto toca pues pretende dirigir el estilo de vida de los ciudadanos, incluso en cuestiones éticas que pertenecen a la vida íntima de cada cual. Dispensa un trato discriminatorio entre los ciudadanos y los territorios. Utiliza como herramienta de gestión el enfrentamiento y la división (polarización extrema). No se distingue, precisamente, por respetar la legalidad existente. A tal efecto, ha asaltado impúdicamente la práctica totalidad de las instituciones del Estado a fin de manipular y retorcer todo lo que se oponga al interés y las aspiraciones del momento del partido socialista, personificado, como nunca, en el narcisista Pedro Sánchez.

Nada de todo ello, ni de otras muchas actitudes habituales en este PSOE, encierra novedad alguna. Está siendo fiel a la antidemocrática orientación expresada en sus momentos fundacionales, esto es, a su ADN. Así lo manifestó Pablo Iglesias Posse en su discurso inaugural en el Parlamento un 7 de julio de 1910: «Estarán en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad… cuando ella no les permita realizar sus aspiraciones». Desde entonces, el PSOE ha hecho honor a ésta su identidad, excepción hecha del gran servicio prestado a España en la Transición y, en general, en los Gobiernos de Felipe González. El problema, aunque se podrían mencionar algunos episodios anteriores poco ejemplares, ha surgido en los gobiernos de Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez.

Desde muy joven, me rebelé contra todo aquello que, viniera de donde viniese, limitara la capacidad del ser humano de ser dueño de su destino y de responsabilizarse de su vida. Hago mío, en consecuencia, el reproche firme de Miguel Segura al Gobierno Sánchez. Esto es, yo, como tantos y tantos, «no soporto el sermoneo constante al que me veo sometido, el latiguillo de la corrección. No aguanto que me digan lo que está bien y lo que mal, como debo hablar y escribir. Y constato que son muchos los ciudadanos que están pasando del cabreo al miedo (…). Me rebelo. No quiero ofender a nadie, pero a mí que no me digan cómo debo vivir, no me metan más miedo». En esto se parecen a los obispos y a la clerecía. ¿Cómo, me pregunto, los socialistas se atreven a calificar, y apoyar, todo este entramado tan oscuro como un régimen progresista y democrático?

Ya era sabido por todos. Sánchez y la izquierda populista, como ha subrayado Maite Pagazaurtundúa, acataron desde un principio el identitarismo excluyente en Cataluña y la no aplicación de la Constitución ni ciertas sentencias judiciales. Aprobaron indultos arbitrarios, sin arrepentimiento y con el propósito de intentarlo de nuevo. Modificaron el Código penal eliminando la sedición y aliviando la malversación y corrupción. Dispensaron un trato de favor, claramente discriminatorio, en materia económico financiera. Dejaron indefenso al Estado. Blanquearon a Bildu y pactaron con ese mundo. ¿Cómo se han podido pasar por alto semejantes atropellos? ¿Nos hemos creído, incautos, el miedo a VOX y hemos reaccionado con la panza agradecida de la subida de las pensiones? Todo es posible. En tal caso, somos cómplices y responsables.

Lo siento. Pero, como no compartía tal estado de cosas, lo proclamé en el terrado. Sigo sin ver que Sánchez, en la anterior legislatura, se hubiera comportado como un verdadero demócrata. A todos aquellos que no han valorado esta realidad y, en consecuencia, han apoyado a Sánchez, les recuerdo que hay que ver como acaban las cosas. «Una sociedad que no tiene fuerzas para defender sus libertades y su modo de vida, está a merced de los bárbaros» (Raúl del Pozo), entra, por tanto, en descomposición. Esta es la realidad, que atestigua la historia de la humanidad. No seremos nosotros, los españoles, la excepción.

Todo sigue su camino. Todo depende ahora mismo del prófugo Puigdemont, que iba a ser traído a España, Sánchez dixit, para ser juzgado. El voto afirmativo de los diputados de Junts es necesario para la investidura de Sánchez. No es suficiente su abstención. Estremecimiento en las filas socialistas. Había que despejar a Puigdemont por la tangente. Y no se le ocurre otra cosa que urdir una maniobra al margen del marco legal. De nuevo aparece la identidad: no respetar la ley. Había que recontar los votos nulos de Madrid e intentar recuperar el diputado que perdió en el último momento a favor del PP. Se ha hecho el ridículo, se han puesto en evidencia y, al final, fracaso total: el TC rechaza por unanimidad el recuento de los votos nulos de Madrid. La investidura de Sánchez se encarece claramente.

La exigencia de Puigdemont es clara y terminante: amnistía previa a la investidura y referéndum posterior. El órdago a la grande está sobre el tapete. Sánchez, no lo duden, intentará complacerle. Ya veremos si le salen las cosas. La foto de la ignominia (Martorell) ya la tenemos. Se pervertirá, una vez más, la función del Parlamento. ¡Qué más da! Lo importante es servir de palanca a los nacionalistas separatistas y, con su apoyo, ostentar otros cuatro años el Gobierno. Y suma y sigue. ¿Y si al final, señor Sánchez, Podemos le pasa factura por el trato recibido?

No quiero alargarme más. Simplemente, dos últimas reflexiones muy breves: 1). No quiero ser pájaro de mal agüero. El peor error del socialismo se cifra en haber servido de apoyo a los nacionalismos separatistas. Se han rendido a ellos y han olvidado su propia tradición. Están traicionando su propia historia y a España. Lo pagarán en el futuro. 2). «Estamos en manos de los que quieren irse, y todo indica que somos más los que queremos quedarnos. Iremos aprendiendo a votar» (Raúl del Pazo).

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