Fundaciones sanitarias heroicas, ministerios dormidos

«La investigación no es un gasto: es una apuesta por la civilización». Esta frase tan oportuna parece que en España el Gobierno de Pedro Sánchez y cia lo han entendido como una invitación al ahorro. Cuando el Estado delega la innovación médica en fundaciones privadas, cuando la sanidad pública se sostiene con filantropía y parches, significa que la política ha desertado de su obligación.
Y ahí aparece Mónica García, ministra de Sanidad, con bata de médico, verbo encendido y promesas tan elásticas como el presupuesto que las sostiene. Dijo —y no fue broma— que «un médico cobra lo mismo que un ministro, de media». Una frase que hubiera hecho sonreír incluso a Severo Ochoa, quien abandonó España en 1940 porque este país «no sabe cuidar a sus sabios». Lo dijo, lo hizo, y se fue a ganar el Nobel desde la vereda ajena.
La ministra habla también de «revolución de la reforma laboral» y de «cambio estructural». Pero mientras ella lo pronuncia, los médicos emigran, los investigadores piden crowdfunding para mantener proyectos, y los tratamientos innovadores llegan con retraso al paciente.
En Suecia, un nuevo fármaco oncológico tarda seis meses en aprobarse. En España, hasta dos años. ¿Resultado? El cáncer no espera, pero el BOE, al parecer, sí.
El Gobierno PSOE-Sumar y resto de socios -no los olvidemos en su participación activa- viven de titulares: «vamos a reforzar la sanidad pública», «apostaremos por la ciencia», «el futuro será sostenible». Todo bien, salvo que los fondos europeos no se traducen en laboratorios abiertos ni en plazas estables para investigadores, por ejemplo. Como decía Ramón y Cajal: «El peor pecado de un gobernante no es la ignorancia, sino la mediocridad satisfecha». Y en eso somos maestros.
La Fundación CRIS contra el Cáncer, es uno de esos ejemplos admirables de mecenazgo, invierte más en terapias avanzadas que el propio Gobierno. Eso honra a sus impulsores, pero debería humillar al propio Estado que no se dan por aludidos. Que la innovación dependa de fundaciones, pequeñas empresas farmacéuticas y los pocos investigadores sostenidos por becas, es inaceptable desde cualquier punto de vista.
Marie Curie decía: «Nada en la vida debe ser temido, solo comprendido». Y, sin embargo, nuestros políticos temen precisamente a la ciencia, porque comprenderla exige constancia, dinero y silencio. Tres cosas que la política española no soporta.
Mientras tanto, la ministra de Ciencia e innovación, Diana Morant, lanza convocatorias rimbombantes —millones por aquí, millones por allá, asegura si luego percibirse en ningún laboratorio— y la ministra de Sanidad, a la par, se hace la foto en el hospital de turno. Pero detrás de esas fotos, los ensayos clínicos se eternizan, los proyectos mueren por falta de continuidad y los jóvenes talentos miran hacia Alemania o Boston.
El talento, amigos, no cabe en los despachos. No les interesa. Juan Carlos Izpisúa Belmonte, uno de nuestros científicos más citados del mundo, lo ha dicho con elegancia cirujana: «España tiene cerebro, pero no sistema». Y tiene razón. Aquí se venera al médico en la tribuna, pero se le despide en la nómina.
El gobierno actual, ese híbrido PSOE-Sumar han cultivado el arte del parche. Un plan de innovación, una ley sanitaria, un nuevo observatorio. Mucha firma y poco bisturí. Mónica García, pese a su formación, parece haber heredado esa comodidad del titular. De los quirófanos a los micrófonos. De la ciencia al eslogan. Todo y nada.
En ciencia —decía Ochoa— la recompensa más alta no es el dinero, sino la libertad de investigar. Y esa libertad sólo existe si hay recursos públicos, estabilidad y voluntad política. Y, también, por supuesto apoyar a fundaciones. Porque cuando todo eso cambia por colores políticos y desgana, ahí siguen ellos, dejándose la piel para que, como hemos visto esta semana, ocho jóvenes de nuestro país, con una leucemia grave, la ciencia logre salvarles.
Por todo ello, los científicos no necesitan aplausos, sino presupuestos; no precisan de palmaditas morales, sino de billetes con destino cierto. Y si de decir la verdad se trata —toda la verdad, sin afeites ni disfraz retórico— conviene mirar hacia Madrid, donde la presidenta Díaz Ayuso ha comprendido que la sanidad no se mantiene con discursos, sino con inversión. Ha puesto el dinero donde otros ponen la consigna, y así la Comunidad se ha erigido en laboratorio de eficacia, en esa rara mezcla de rigor y nervio que convierte el presupuesto en esperanza. En los hospitales late el porvenir, en la investigación la dignidad del saber, y en la gestión —ay, la gestión— el pulso civilizado de una política que, por una vez, se parece a la realidad.