Apuntes Incorrectos

Los efectos de la guerra y sus dolorosos remedios

Los efectos de la guerra y sus dolorosos remedios

Un amigo trabaja en una compañía que importa de Oriente piezas para juegos de ordenador. Hace no demasiado tiempo pagaban por un contenedor 1.500 euros. Ahora les cuesta 15.000. Es verdad que la logística ya venía subiendo de precio desde hace meses, desde que el carguero Ever Given encalló en el Canal de Suez en 2021, pero la invasión de Ucrania ha sido la puntilla. Aunque la economía rusa es pequeña y representa apenas un 2% del PIB mundial, más o menos como España, la guerra cruenta en el corazón de Europa está teniendo, y así va a seguir, un impacto muy intenso sobre los precios de la energía, y de lo que los economistas llaman otras commodities como los metales básicos para la producción de automóviles y de otros bienes industriales, o de los cereales que se emplean en la fabricación de aceite o de alimentos de todo tipo.

Habrá mucha mayor inflación de la que hemos visto hasta la fecha y bastante menor crecimiento. Si no, carecería de sentido el desplome que han sufrido las bolsas, que suelen anticipar los riesgos del futuro. España, que ya partía de los peores registros de Europa, va a sufrir un empobrecimiento generalizado, el resultado de tener que pagar a un país extranjero, o a una compañía de un país extranjero mucho más por los productos o servicios, como le ocurre a mi amigo. Por más que indiquen las previsiones del Banco Central Europeo, habitualmente en busca de la profecía autocumplida, nuestro país va a crecer menos del 3,7% y la inflación va a ser más elevada del 5% este año. Puede que ésta llegue en algún momento a superar los dos dígitos, activando todas las alarmas.

Éstas ya se sienten a pie de calle. Si usted desayuna fuera de casa, en un bar cualquiera, como es mi caso, habrá comprobado que las conversaciones del tabernero con la parroquia giran todas indefectiblemente sobre el litro de gasolina o el del aceite de girasol. ¿Qué hacer en tales circunstancias? Pues la evidencia empírica no ofrece alternativas. La historia enseña que la única manera de yugular la inflación, que es un fenómeno eminentemente monetario, es subir los tipos de interés. Esta es la cirugía que aplicó el ministro de Economía Miguel Boyer cuando el Partido Socialista llegó al poder en 1982 con un país en derribo, y la que había ensayado antes con éxito el responsable de la Reserva Federal de Estados Unidos, Paul Volcker durante la presidencia de Ronald Reagan. Aquella decisión traumática infligió una recesión en toda regla, pero cortó de raíz la serpiente inflacionista y la economía se recuperó con una prontitud y una fortaleza notorias.

Tenemos, sin embargo, una enorme desventaja comparativa con aquella situación histórica, y es que en esos momentos los niveles de deuda pública de los estados no habían alcanzado ni de lejos la magnitud de los que nos acechan actualmente, particularmente en España. De manera que la presión sobre los gobiernos que van a ver recortados sus márgenes de financiación va a exigir una pericia que habían abandonado entregados a la molicie, con unas primas de riesgo al alza -la rentabilidad que exigen los inversores por comprar los bonos con garantía oficial-. No será una mala noticia si esto acaba con la complacencia de la que han disfrutado hasta la fecha.

¿Cómo combaten habitualmente los agentes económicos el empobrecimiento rampante? Los empresarios tratan de trasladar el aumento de los costes a los precios lo máximo que pueden y que la situación permita. Los trabajadores exigen aumentos salariales por encima de su productividad a fin de no perder poder adquisitivo. Ambas reacciones son comprensibles, pero solo contribuyen a agravar el problema.

Un problema que el Gobierno de Sánchez ya había incendiado previamente aumentando el salario mínimo sin prudencia y ligando irresponsablemente las pensiones al índice de precios de consumo. Necesitamos contención salarial, claro, pero no es probable que vaya a producirse, lo que inducirá a las empresas a reducir unas plantillas ya amenazadas por el recorte de las expectativas de venta que genera el aumento de los precios.

Estos días se vuelve a oír hablar de un pacto de rentas, y el Gobierno pugna por auspiciarlo en un intento desesperado por controlar la situación. Pero la experiencia histórica demuestra que su utilidad es mínima. El economista Lorenzo Bernaldo de Quirós suele recordar con claridad el fracaso al respecto de los Pactos de la Moncloa durante la época de la UCD, que corrigió el ministro Boyer, uno de los pocos liberales que alguna vez ha habido en un gobierno socialista y que entendía los resortes de la economía libre. Es imposible establecer a través de un acuerdo nacional cuál es el nivel adecuado de precios y salarios, porque este aboca finalmente a una intervención del sistema económico que trastorna el funcionamiento de los mercados y que carece de eficacia alguna.

La sola posibilidad de exigir una reducción de los beneficios empresariales, como hacen los iletrados de Podemos, da pavor. En tales circunstancias, muchos bienes y servicios dejarían de ser rentables, y las compañías, ya durante tiempo castigadas por la crisis y la fiscalidad confiscatoria, también, estando condenadas al despido masivo de los empleados y finalmente al cierre.

Hay otra posibilidad mejor de ayudar coyunturalmente a paliar la situación, y es que el Gobierno se implicara en adelante en una política de recorte del gasto público superfluo, que el Instituto de Estudios Económicos acaba de cifrar en 60.000 millones, y que al mismo tiempo aprobara una bajada de impuestos que ayudase a recomponer la situación financiera de las familias. Pero este es un deseo de imposible cumplimiento en el país. El Consejo de ministros acaba de aprobar un plan para fomentar la igualdad de género de manera transversal por valor de 20.000 millones -algo que constituye una apoteosis histórica de la estulticia política- y tiene un informe recién horneado encima de la mesa para subir los impuestos, no para bajarlos. De manera que su voluntad para afrontar la enorme crisis que ya nos asuela está muy mermada por su desgraciada inclinación ideológica.

Sólo nos queda el Banco Central Europeo como recurso de última instancia, pero en esta ocasión no para seguir alimentado los delirios de grandeza de gobiernos inmorales como el nuestro sino para cortarlos de raíz, dejando de comprar la deuda pública gracias a la que el presidente ha venido satisfaciendo su empeño por destruir la nación, y subiendo de una vez los tipos de interés aún a costa de inducir una recesión y de provocar mucho dolor a corto plazo, en la seguridad de que el futuro se aclararía con rapidez, sobre todo si ya entonces no tuviéramos que padecer al ominoso Sánchez.

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