Decadencia y caída del Partido Socialista


A pesar de la última encuesta de Tezanos y del apretón de manos de Trump, estamos asistiendo al declive del Partido Socialista. Quizá, como dijo Churchill después del Alamein (1942), «no es el final, ni siquiera el principio del fin. Es, quizás, el final del principio». Pero se atisban ya algunos indicios en el horizonte pese a las apariencias. He de confesar, en todo caso, que tengo cierta inclinación por la materia.
No solo a raíz de mi admiración por Edward Gibbon (1737-1794), el historiador británico que escribió su inmortal Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano. Los de Atalanta me dieron una alegría porque lo han reeditado en castellano y llevan ya cinco ediciones.
El mismo Churchill, cuando tuvo su primer destino militar en la India como teniente de húsares, se lo llevó en la maleta. Aunque, como hijo de un lord inglés, supongo que debían ser varias.
Por supuesto, no lo digo por comparar el PSOE con el Imperio Romano. Ni, por supuesto, a Pedro Sánchez con algunos de sus peores emperadores.
Nos ha quedado la imagen de Cómodo (180-192 d.C.) por la película de Ridley Scott. Pero hay que retroceder hasta Nerón o Calígula, entre otros. La incógnita no es por qué cayó el Imperio Romano, sino cómo pudo durar tanto tiempo con semejante personal al frente.
Me refiero a razones más prosaicas. Como periodista, ya tuve ocasión de presenciar la decadencia y caída de otro imperio. El de Convergencia. El partido de Pujol fundado a finales de 1974 en Montserrat. Ahora ni siquiera existe.
Tuvo metamorfosis sucesivas para escapar a sus responsabilidades judiciales. Y, desde luego, lo consiguieron: CDC, PDeCAT, Junts. Incluso hubo una escisión protagonizada por la que fuera consejera Àngels Chacón. Aquella que se negó a comer canapés en un acto en Fomento en solidaridad con los presos.
Aunque, en realidad, no es que no exista CDC, es que tampoco existe Unió ni la coalición entre ambas formaciones: CiU, que dominó la política catalana durante más de dos décadas. Algunos de sus dirigentes sobreviven bajo el paraguas del PSC —como Ramon Espadaler, que ha vuelto a ser consejero con Salvador Illa— o en Junts: Antoni Castellà en este caso. Hombre de confianza de Puigdemont después de haber sido secretario de organización de… ¡Duran i Lleida!
Convergencia, en efecto, llegó a su esplendor hace apenas quince años. En realidad, nunca antes un partido había tenido tanto poder en Cataluña. Porque incluso con las mayorías absolutas de Pujol, la Plaza Sant Jaume estaba dividida en dos. La Generalitat, para los convergentes. El ayuntamiento, para los socialistas.
Entre el 2010 y el 2012 ganaron a uno y otro lado: Artur Mas recuperó el gobierno autonómico en noviembre del 2010 con 62 diputados. A solo seis de la mayoría absoluta (68). Había codazos para pactar con él. De hecho, salió elegido presidente con la abstención del PSC y los primeros presupuestos los pactó con el PP.
Trias llegó a alcalde unos meses después: en las municipales de mayo del 2011. Era el hueso más duro de roer. La alcaldía de Barcelona —que abría también la puerta de la todopoderosa diputación— se les había resistido desde 1979. Y Convergencia había quemado algunos de sus mejores hombres en el envite. Como Josep Maria Cullell (1979) o Miquel Roca (1995). No descarto que el segundo fuera empujado por el propio Jordi Pujol para descartarlo de cara a la sucesión.
Mientras que en las generales de noviembre de ese mismo año —el 20-N para más señas— CiU obtuvo 16 escaños en el Congreso con el citado Josep Antoni Duran i Lleida de cabeza de lista. Todavía recuerdo la euforia de la primera rueda de prensa de Mas y él después de los comicios. Todo eran sonrisas y parabienes. Comparecieron, además, con un montón de banderas catalanas de fondo. En plan Trump. Luego critican a Ayuso.
Ahora, Convergencia ni siquiera existe. Trasmudo en PDeCAT para ahorrarse la losa del caso Palau. Pese a que algunos dirigentes, como el ex consejero de Justicia Germà Gordó, eran partidarios de mantener las siglas.
Lo cierto es que desapareció bajo el peso de los escándalos de corrupción. La confesión de Jordi Pujol, el caso Palau, el 3% o el de las ITV son los más conocidos, pero no son los únicos. Debe ser la única formación de toda Europa occidental cuyo presidente, Jordi Pujol, y el secretario general, su hijo Oriol, dimitieron con diez días de diferencia en julio del 2014.
Había otros como Pretoria, Asociación Catalana de Municipios, Agencia Catalana del Agua, Adigsa, Barcelona Regional. Aunque algunos fueron archivados por falta de pruebas, por prescripción o por un juez benevolente. Si los de arriba metían la mano en la caja, los de abajo tomaban ejemplo. Además, lo hacían por Cataluña.
Sin embargo, hubo también decisiones erróneas. Para hablar de por qué Artur Mas se embarcó en el proceso, nos llevaría a escribir una enciclopedia o, como mínimo, otro artículo. Ahora no es el lugar ni el momento.
En todo caso, y a eso voy, sí que hay una característica común en los procesos de declive del PSOE y de CDC: todos aplaudían.
Recuerdo haber cubierto algún consejo nacional de CDC —en la época de vacas gordas se hacían en un hotel de Bellaterra— y parecían congresos a la búlgara: Marta Pascal, entonces número dos; Josep Rull, Jordi Turull en primera fila. Todos aplaudiendo sin cesar. Más de una vez salí preguntándome qué aplauden.
En los comités federales del PSOE ocurre lo mismo. Nadie le lleva la contraria a la líder. Luego repasas las caras y te das cuenta de que todos tienen cargo público: son ministros, diputados o dirigentes cuya nómina depende del propio partido, es decir, de Pedro Sánchez. ¿Quién va a atreverse, en estos casos, no ya a criticar, sino simplemente a rechistar?
Están, pues, avisados: cuando el PSOE ya solo sea una sombra de lo que fue. Atraviesen una larga travesía del desierto y tengan que hacer una refundación o incluso un relevo generacional; acuérdense, por favor, de esta advertencia.
Sé que muchos de ustedes se alegrarán de que el Partido Socialista atraviese una profunda crisis. Personalmente, creo que tiene que haber partidos sólidos y honestos a un lado y otro del arco parlamentario. Es la base de la democracia: la alternancia.
Pero he dicho «honestos» y estos llegaron al poder con una moción de censura contra la corrupción. Al cabo de 18 días, algunos ya estaban presuntamente cobrando comisiones ilegales. Me ahorro el oprobio de hacer negocio con las mascarillas cuando la gente se estaba muriendo por el covid. O que se lo gasten también en putas. En algunos casos, hasta de tres en tres.
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