Cuando la izquierda pregona lo público
Esta semana nos hemos topado con uno de los hechos más denigrantes de los últimos tiempos. De una cuantía total de 320 millones de euros, la fundación Amancio Ortega donó a Aragón 10 millones para la compra de aparatos de última generación en la lucha contra el cáncer. Lo mejor que existe en la tecnología oncológica. De estos, 5,4 irían destinados, por ejemplo, a mejorar el cáncer de mama en todo el territorio aragonés. Gran parte de la sociedad agradeció dicha donación y su destino, pero aparecieron los encanallados encorsetados en su endogámico odio, mostrando un rastrero rechazo.
Pablo Echenique, secretario general de Podemos en Aragón, aquel vocero de la ignorancia que estafó a la Seguridad Social, ni siquiera valoró la donación para las víctimas del cáncer y una denominada ‘Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de Aragón’ mostró su oposición bajo el insultante argumento de que “(…) nuestra comunidad no tiene que recurrir, aceptar, ni agradecer la generosidad, altruismo o caridad de ninguna persona o entidad. Aspiramos a una adecuada financiación de las necesidades mediante una fiscalidad progresiva que redistribuya recursos priorizando a la sanidad pública”.
Estos “profesionales progresistas” presuntamente relacionados con la sanidad y cuyo “mantra de secta” pivota sobre un “sistema sanitario público, universal y redistributivo”, contrario a la gestión y a la lógica externalización de determinados servicios, mantienen de forma machacona que es mejor malgastar ingentes millones mediante impuestos para, desde una anárquica gestión fruto de una ortodoxia hoy superada en el mundo civilizado, dotar a la sociedad de los más atrasados servicios.
Su nulo análisis de las necesidades de la gente les impide, por ejemplo, preguntar a un enfermo de cáncer si prefiere recibir la generosidad de Amancio Ortega y paliar sus dolores y sufrimientos o se encuentran más cómodos recabando doctrina panfletaria sobre el modelo de financiación de nuestra sanidad. Desconocen que cerca de 6.000 enfermos con cáncer recorren kilómetros diarios para recibir el tratamiento que necesitan, con equipos obsoletos que producen en muchos casos más efectos secundarios que curas.
Y hacen que al analizarlos uno dude. Dude si representan lo más mezquino de la ortodoxia y del sectarismo político, dude sobre si su actitud es pura necedad o acabe dudando y concluyendo si son ambas cosas.
Nos encontramos ante el viejo odio de la izquierda a los ricos. La envidia hacia quien triunfa, el inefable deseo de un “igualitarismo desde abajo” que ha conducido a las naciones que lo han implantado a la pobreza, al hambre y a la pérdida del presente y del futuro. No es nuevo. Consideran la riqueza como el fruto de la explotación del obrero y no como reflejo del esfuerzo cuyo resultado supone haber generado prosperidad y bienestar. Para esta izquierda, el rico siempre se encuentra bajo sospecha y debe ser sometido a presión y boicot.
Amancio Ortega es aquel que ha prosperado gracias al sacrificio, al trabajo duro y denodado, al riesgo. Es el filántropo, el humanista renacentista que agradecido a la sociedad busca devolver lo recibido. Es quien empeña su patrimonio en un presente incierto. Y ambas perspectivas son compatibles. Porque su labor es capitalismo, sin duda, un sistema que ha creado riqueza, frente a la demagogia de cierta izquierda cuyos símbolos de victoria son las colas ante los supermercados y las cartillas de racionamiento.
Es una izquierda hipócrita que pregona la falaz idea de la superioridad moral del Estado y de lo público. Que denigra la actitud impecable e irreprochable del que triunfa. Que mantiene la caduca idea de tener que cerrar el paso a cualquier aproximación liberal o de mercado y se muestra a través de falsas asociaciones que no son más que chiringuitos donde los amiguetes progres se erigen en gestores de lo público monopolizando un supuesto “interés social”.
Como dijo W. Somerset Maugham, “en tiempos de hipocresía, cualquier sinceridad parece cinismo”.
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