‘Crimen político, crimen económico’

Todavía recuerdo con una cierta nostalgia los tiempos en los que el Partido Socialista era decente. No tanto por su genética ideológica, que siempre se ha mostrado incapaz de promover el bienestar común a largo plazo, sino por su transparencia y sus modos inequívocamente democráticos. Convivieron durante muchos años en él dos almas antagónicas, la que representaba Felipe González, jefe de Gobierno y por tanto abierto al pragmatismo político y económico -haciendo apostasía del marxismo primero, y defendiendo la adhesión a la OTAN después, por poner dos ejemplos señeros- y la que lideraba Alfonso Guerra, hombre culto y dialécticamente corrosivo, pero apegado a la pana y dispuesto a reparar las consecuencias de la derrota de la guerra civil, a sacudir España como un calcetín y a entronizar en el poder a los pretendidamente desfavorecidos y postrados, haciendo tabla rasa de cualquier obstáculo que se impusiera en el camino, como fue menester en su momento con la independencia del poder judicial.
En aquella época, la vida en el partido era todo menos un camino de rosas, a pesar de la ascendencia de González. Una de las pruebas de fuego legendarias fue su decisión y empeño en nombrar portavoz del Grupo Parlamentario Socialista a Carlos Solchaga, que había sido su poderoso ministro de Economía durante ocho años y ocho días exactamente, y que era detestado por el ‘guerrismo’. Finalmente, el nombramiento salió adelante tras una tormentosa reunión de la Ejecutiva por sólo un voto de diferencia y gracias a que el sindicalista minero José Ángel Fernández Villa -luego implicado en latrocinio- estaba ingresado en un hospital de Asturias y no pudo asistir al cónclave.
Con tales antecedentes, el Partido Socialista del momento es lo más parecido a un moribundo. Es una formación a la búlgara, sin atisbo de discrepancia interna, en la que Sánchez pone y quita peones a su antojo sin explicaciones, que nadie demanda y que todos aprueban mansamente, los menos presididos por la resignación, la mayoría dominados por la euforia. Uno compara a Carlos Solchaga, persona de una categoría intelectual indudable y de una simpatía natural -gracias a la que ganó rápidamente para su causa a todos los diputados enemigos- con Patxi López, que es uno de los tipos con la inteligencia más precaria que ha podido concebir la naturaleza humana, además de un traidor consumado y un colaboracionista con los herederos de ETA -fue lendakari gracias a los votos del PP, que deshonró a la primera de cambio-, y te dominan unas náuseas de difícil tratamiento médico. O a Pilar Alegría, la nueva portavoz del Ejecutivo, con Alfredo Pérez Rubalcaba, un despliegue de potencia estratégica ilimitada -ya fuera para hacer el mal- e incurres en una intensa melancolía, por no citar a María Jesús Montero, nueva número dos del PSOE, que sencillamente es una verdulera en el peor sentido de la palabra. Entonces es cuando tienes la certeza -al menos es mi caso- de que los socialistas serán derrotados sin contemplaciones en las próximas elecciones generales, lo cual es un motivo de satisfacción enorme.
Este es el puerto final que espera sin duda a Pedro Sánchez, debido a su manera tiránica y dictatorial de ejercer el poder, a su cesarismo chulesco y macarra, así como a su desprecio por la crítica embargado de una sensación de impunidad insólita, como no hemos visto jamás en el país. El problema es que esta manera inapropiada y antidemocrática de conducir el partido centenario que preside es la que aplica, con el mismo ahínco y desdén hacia el adversario, en la política económica. Su última felonía es el establecimiento de un impuesto nuevo a las compañías eléctricas y a la banca, a fin de gravar unos beneficios económicos extraordinarios que no existen, pues los márgenes de unas y otras a lo largo del año están siendo inferiores a los de 2021, y por tanto su contribución al incremento de la inflación equivalente a cero. Él es muy consciente de esta realidad pero, animado a explotar el resentimiento de buena parte de la opinión pública herida por la subida de los precios, ha decidido buscar los chivos expiatorios propicios para descargar la responsabilidad del Gobierno en la crecida de la inflación, que conviene recordar que ya había llegado al 7% dos meses antes de la invasión de Ucrania. Como es lógico, estos nuevos tributos han despertado la alarma, por ejemplo en el Banco Central Europeo, que teme que afecten a los estándares de solvencia que se exigen a las entidades financieras, y pueden drenar el volumen de crédito que conceden. Sumado al aumento de los tipos de interés, que acaba por fortuna con la anomalía histórica del dinero gratis -solo favorecedor de decisiones de inversión equivocadas-, lo normal es que los préstamos se encarezcan a partir de ahora y que la alegría consumista vaya disipándose procurando un enfriamiento económico que es la única vía rápida de estrangular lo más rápidamente la inflación.
Pero como estamos en presencia de un demagogo compulsivo, y de un dictador de corte eminentemente chavista, el presidente Sánchez ha anunciado también que la proposición de ley que prepara para castigar a las eléctricas y a la banca incluirá un artículo específico para «prohibir que las empresas puedan trasladar los costes de este impuesto a los trabajadores». Esta es la prueba definitiva, asegura el tirano, de que «este Gobierno elige siempre defender a la gente de a pie y protegerla». Toda esta artillería dialéctica, el nuevo artefacto contra dos sectores que cuentan con empresas poderosas y bien valoradas por los inversores, constituyen un ataque sin parangón contra la economía de mercado impropio de la ortodoxia que debe guiar a cualquier socio europeo que se precie. Todavía no se sabe cuál será la fórmula para impedir, prohibir o vetar que las compañías encajen los nuevos impuestos, pero no es aventurado predecir que si se produce algún riesgo para la solvencia de los bancos, producto de este nuevo expolio fiscal, el Banco Central Europeo, por ejemplo, decida limitar los dividendos de reparte la banca, algo que tendría un coste automático en la cotización de las entidades financieras perjudicando a sus miles de accionistas.
Que el Gobierno intervenga los precios en un momento en que estos deben subir inevitablemente coarta la libertad de empresa y es altamente peligroso. Los bancos naturalmente se han quejado ante el atropello, y han mostrado su rechazo, pero con la timidez habitual, que se acrecienta lógicamente cuando te enfrentas a un mandarín implacable sin principios, cuya capacidad e inclinación por hacerte daño es imprevisible. En todo caso, es muy criticable que no sean capaces de vencer el miedo y que, sobre todo, la patronal bancaria, la AEB, no desate toda su ira ante la injusticia y el perjuicio que se va a causar al bienestar general. Tiene todo el derecho del mundo a hacerla pública y a contradecir el daño colosal que Sánchez está infligiendo a la reputación del sector. Todo lo cual me lleva también a evocar con melancolía las mejores épocas de la AEB. Ahora la dirige Alejandra Kindelán, una señora preparadísima puesta allí por el Banco Santander, cuya presidenta Ana Botín ha sido hasta ahora una admiradora del ‘sanchismo’ -y entre otras cosas de su ecologismo y feminismo recalcitrantes-, al que ya se ve que no lo tiembla el pulso repudiando indiscriminadamente a lo mejor del país. Yo recuerdo los magnos tiempos en los que la presidía mi viejo amigo Rafael Termes, que en gloria esté. No tengo duda de que en estos momentos estará haciendo esfuerzos hercúleos para levantarse de la tumba.
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