El contrataque del sentido común

El contrataque del sentido común
El contrataque del sentido común

El historiador escocés Niall Ferguson apunta en su libro La Gran Degeneración cuáles son las razones económicas y políticas que están provocando el estancamiento de Occidente, pero no olvida que, como ya les ocurrió a otras sociedades y civilizaciones, son aspectos sociológicos los que hacen mayor causa de los procesos decadentes.

La sociedad occidental se ha desarrollado hasta un punto en que la mayoría de sus miembros han sobrecubierto sus necesidades biológicas (a la vez que reducían las intelectivas), avanzando en un proceso de creación de otras cada vez más insustanciales. Por otro lado, han bastado unas décadas de creciente bienestar para que las nuevas generaciones hayamos perdido conciencia de desde dónde venimos y del difícil camino que se ha recorrido. Sin la referencia del origen y del coste de la evolución nos hemos adentrado en un espiral de inconformismo y culpabilización del sistema y de las generaciones que nos anteceden, a las que no perdonamos que nos hayan traído hasta aquí sin resolver adecuadamente (según nuestro criterio) las desigualdades, las discriminaciones y las injusticias.

Las ideologías extremas han echado mucha gasolina a ese proceso porque necesitaban buscar nuevas referencias, al ir perdiendo las que les dejó el comunismo o los nacionalismos, y porque necesitan nuevas armas para enfrentarse al liberalismo democrático.

En consecuencia, se ha creado una nueva normalidad como el hábitat perfecto del hombre nuevo: feminista, antimilitarista, ecologista y animalista; acomplejado y avergonzado por el machismo histórico de la humanidad, por el belicismo desplegado por los estados nación y por las conquistas en los nuevos continentes; autoinculpado de un racismo y una xenofobia de generaciones y países en los que no se habían reconocido de manera efectiva la universalidad de los derechos humanos. Además, el entendimiento materialista del mundo ha hecho despreciar la espiritualidad cristiana, sobre la que se desarrolló nuestra civilización, y los nuevos mantras se han convertido en la nueva religión. Son, por tanto, intocables, y atacarlos, o incluso trivializarlos, se ha convertido en causa de implacable persecución. Para eso se ha ideologizado el derecho penal, que va siendo cada vez más laso con gravísimos delitos convencionales y absurdamente riguroso con los ilícitos que afectan a los nuevos referentes de la sociedad.

El punto álgido en esta evolución-involución de los valores y principios sociales se alcanzó con la acrítica adopción de la mundología woke, a través de la victoria rotunda del movimiento #Me Too, que ha proscrito la heterosexualidad, y la generalización de la culpa a la raza blanca por los crímenes policiales en EEUU, acercándonos a un buenismo que estigmatiza cualquier tipo de violencia e, incluso, el uso legítimo de la fuerza.

La nueva normalidad tiene en nuestro país un reto adicional de limpieza social, ya que, al hecho de haber sido un país “invasor, asesino y genocida”, se añade la connotación de país atávico y atrasado que nos dan costumbres como la caza o los toros. No obstante, para la tarea de adoctrinamiento social cuenta con la extraordinaria movilización del populismo comunista (a la que ya se une indeleblemente la acción sindical) y con la implantación política y mediática del progresismo champagne.

Pues así estaban las cosas en Occidente: una situación de laxitud y debilidad moral y un sentimiento de culpa por ser ricos y lucir sanos que nos va incapacitando, no ya para liderar el mundo, sino para continuar por una senda de desarrollo social y económico. Y, sin embargo, como los renglones torcidos de Santa Teresa, el sentido común viene al rescate con episodios tan horrorosos como la pandemia o la guerra en Ucrania.

Es triste, pero han tenido que ocurrir desgracias como estas para que la sociedad vuelva a asumir evidencias que, incomprensiblemente, había desconsiderado: en el mundo hay buenos y malos, regímenes confiables y otros peligrosos, y para defender nuestro sistema de vida de los ataques de estos últimos hay que utilizar todos los recursos que sean necesarios; existen diferencias biológicas entre los géneros masculino y femenino (no hablamos de los pseudogéneros del LGTBI que, salvo rarísimas excepciones biológicas, se trata de respetables opciones sexuales) y es normal que, sin que se pueda hablar de discriminación, en determinados momentos se precise de unos u otros para unos u otros desempeños; el conservacionismo de la naturaleza es un valor de las sociedades modernas, pero el ecologismo ideológico no puede ser una barrera a la utilización responsable y sostenible de los recursos naturales.

La pandemia, además, ha mostrado lo adecuado que resulta tener políticos y gobiernos preparados para gestionar con seriedad y eficacia, que prioricen la asignación de recursos a los servicios básicos y que se alejen de los clientelismos de la nueva normalidad. Lamentablemente, en donde no se ha gestionado así, seguimos perdiendo tiempo y dinero con el apuntalamiento de los nuevos mantras: transición ecológica ruinosa, leyes de género injustas y antinaturales o protección animal basada en la humanización cinematográfica de Disney.

También ha contribuido a desenmascarar el sinsentido de los nuevos iconos, el que estos mismos se han pasado de frenada a la hora de reclamar; y es que a una exigencia absurda es muy fácil que la siga otra peor. Y eso es lo que ha pasado con el feminismo 5G, que ha soliviantado a aquel otro que luchaba de verdad contra las discriminaciones de la mujer; o con el animalismo y el ecologismo que quieren terminar con todos los usos o explotaciones tradicionales de la naturaleza.

En fin, quizás ahora que se ha recuperado en un templo de la progresía la psicología educativa (más que punitiva o lesiva) del bofetón, va a haber que empezar a utilizarlo para recuperar el sentido común. ¡En sentido figurado, claro!

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