La compra de votos
La calidad de una democracia se mide en función de la fortaleza de sus instituciones. Si una democracia goza de unas instituciones independientes y autónomas, que desarrollen sus propios roles con transparencia, se tendrá un país que, gracias a su idóneo engranaje, podrá no solo progresar social y económicamente, si no también desarrollar una estable fortaleza. Democracias con cierta tradición como EEUU, Reino Unido o Alemania, encuadradas todas dentro del G7, tienen una serie de instituciones que funcionan por encima del poder Ejecutivo, lo cual permite que el país y el Estado avancen. La estabilidad política trae siempre estabilidad económica. En España, entre nuestras graves rémoras democráticas encontramos además de la politización de la Justicia la “compra de votos”.
Nuestro Congreso de los Diputados, donde debería residir la soberanía nacional, desarrolla en algunos casos funciones propias de cámaras territoriales como el Senado, desvirtuando su principal cometido dado que no representa los intereses nacionales sino regionales. Un ejemplo es la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Esta disfunción provoca que su puesta en marcha se termine convirtiendo en una lucha de intereses partidistas por encima de ideologías como es el caso de Pedro Quevedo —Nueva Canarias— quien en campaña electoral apostó por el PSOE de Pedro Sánchez pero cuyos intereses ahora están más encaminados al bolsillo de Montoro. Las leyes, y en particular los Presupuestos Generales, se deberían de aprobar por el Congreso conforme al interés nacional o en virtud de la aplicación de políticas de Estado mediante funciones objetivas y aritméticas. Sin embargo, esto no acaba ocurriendo y los mismos terminan dependiendo del voto de los partidos regionalistas para ser aprobados, quienes acaparan todo el poder de decisión al efecto de poder encontrar las mayorías necesarias.
Este es el verdadero mal de nuestra democracia. Fue Aznar en el 96 quien, siguiendo el impulso que dio Felipe González a la descentralización, cedió competencias a nacionalistas vascos y catalanes, seguido por Zapatero y por Rajoy con el cupo vasco o la aprobación de 200 millones para Canarias con el fin de obtener el voto positivo de Nueva Canarias. ¿Es esto sensato dentro de una democracia en el siglo XXI? ¿Es serio la repartición de los intereses de España como si fuera un mercado que paga o vende los mismos a su mejor postor, según los votos que se puedan aportar? España esconde un déficit estructural que no es sino la falta de definición de las competencias nacionales frente a las regionales como, por ejemplo, la falta de una tributación estatal clara frente a la recaudación fiscal regional.
¿Vende el Lander de Baviera sus votos al Gobierno central de Alemania a cambio de un trasfondo de votos? ¿O el Gobierno de California al presidente a cambio de más o menos transferencias económicas? No. En las democracias de calidad, ni las instituciones se venden, ni las competencias están abiertas. Los dirigentes políticos no se reparten el país según sus intereses partidistas, sino que piensan en general en su legado y en el bien común.