Una coalición de dos Gobiernos
El caso Garzón ha puesto de manifiesto, entre otras muchas cosas, un asunto que ya habíamos tenido ocasión de comentar respecto a las características tan singulares que adornan al Gobierno sanchista, y que ahora ya es, por desgracia, una realidad indiscutible: que lo que tenemos no es un Gobierno de coalición, sino la coalición de dos Gobiernos en uno. Podemos incluso ir más allá en el diagnóstico para afirmar que además se trata de una penosa coalición en la que lo único que les une es el poder y los cargos.
Tras haberse repetido las elecciones de abril de 2019 siete meses después, y proclamar Sánchez por activa y pasiva que se reiteraban porque no quería gobernar con Iglesias, pues con él «los españoles no dormirían tranquilos», 48 horas después le faltó tiempo para firmar el «Pacto del abrazo» a fin de gobernar juntos. La lógica y la ética política le hubieran obligado a pactar con el PP o a dimitir, ya que su apelación al electorado para que le otorgara una mayoría para no depender de Podemos no sólo no se le concedió, sino que incluso perdió tres diputados, quedándose en 120. Es un dato a retener, ya que se trata de la cifra más exigua con la que nadie había osado formar Gobierno en España desde 1978, a excepción de él mismo, con el insólito apoyo de 84 escaños tras la moción de censura del año anterior.
Si a esta situación le añadimos que para formar esa coalición -que tampoco le otorga la mayoría de 176 escaños, quedándose en la cifra de 155- y requiriendo, por tanto, del apoyo adicional de 21 diputados, se puede entender que era previsible lo que nos sucede y que puede ir aún a peor. El Ejecutivo sanchista es una improvisada coalición de intereses políticos distintos y distantes, que se mantienen unidos por la ambición del poder. Además, con la excepcionalidad que representa que algunos quieren ese poder para tener más fuerza en su deseo de dañar a España. Es el caso de ERC y Bildu de manera clara y radical, y del PNV de forma más ladina, como han hecho siempre. No olvidemos que ellos propiciaron la moción de censura en un acto de deslealtad política sin precedentes, pues la apoyaron contra un Gobierno con el que la semana anterior habían pactado nada menos que la Ley de Presupuestos. Por si todo esto fuera poco, el BNG y «Teruel» -que para esto sí existe- completan la macedonia sanchista a la que le corresponde ejercer el poder y la responsabilidad que la Constitución otorga al Gobierno de la Nación.
Desde esta perspectiva el caso Garzón no deja de ser una consecuencia tan lamentable como lógica. Resulta oportuno recordar cómo hace dos años por estas mismas fechas, el día previo a prometer -es un decir- sus cargos ante el Rey, Sánchez anunció solemnemente que su Gobierno «hablaría con varias voces, pero con una sola palabra». Era un preludio de la actual realidad, en la que escuchamos demasiadas voces sin ninguna palabra, empezando por la suya, que carece de valor ninguno, como está sobradamente acreditado.
Una coalición como la formada tras aquel abrazo entre Sánchez e Iglesias, que necesita de la existencia de un proyecto para trabajar para España y por el bien común de los españoles, es una contradicción en sí misma. Ambos deberían leer lo que De Gaulle escribió en sus Memorias de guerra, en las que afirma que para gobernar su patria era necesario tener «una idea de Francia». Los miembros que componen la heterogénea yuxtaposición de intereses llamada «Gobierno sanchista», carecen de la más mínima «idea de España», y así estamos.
Es una quimera confiar en que este grupo sea capaz de gestionar con transparencia y eficacia la extraordinaria cantidad de 70.000 millones de euros a fondo perdido para la «recuperación económica». Sánchez pasará, pero él y su partido quedarán en la Historia por el enorme daño infligido a España. Y el PSOE se va a lastrar con ese estigma desde ahora.