Tras los aplausos llegará la realidad
Estamos a primeros de agosto y somos conscientes de ello porque el calendario así lo dice, además de poder intuirlo por las elevadas temperaturas, pero lo cierto es que, de no ser por eso, podríamos pensar que estamos en cualquier otro mes del año, pues desde mediados de marzo vivimos en un tiempo no sólo confuso, sino también difuso, en el que los días pasan pero son un todo continuo, al haber pasado gran parte de ese tiempo metidos entre cuatro paredes.
El Gobierno decretó nuestro encierro domiciliario -que es lo que fue lo que llamaron confinamiento, término que, realmente, significa otra cosa-, nos sermoneó a diario, con la guinda del pastel semanal a cargo del presidente Sánchez, y trató de hacernos ver, con lenguaje bélico, que estábamos ante una guerra en la que el Ejecutivo nada podía hacer. Posteriormente, con gran confusión en las cifras de contagiados y fallecidos, el Gobierno inició una apertura -que llamó desescalada, término que no existe- por fases y con discriminación por regiones, para, posteriormente, levantar el estado de alarma y dejar a las regiones a su suerte, sin coordinación ni dirección, de manera que casi todas ellas han entrado en una competición por ver quien parece más riguroso en la aplicación de una normativa restrictiva.
Los ciudadanos, o una gran parte de ellos, estableció una cita fija a las ocho de la tarde para aplaudir a los sanitarios, y, posteriormente, otra gran parte de los españoles abucheaba a las nueve de la noche al Gobierno por la gestión en la crisis del coronavirus. Ambos, aplausos y abucheos, decayeron cuando se pudo salir a tomar un café a las terrazas, primero, y a los locales, después, ya que, al fin y al cabo, dichos actos tenían también algo de rutina para hacer más llevadero el largo y triste encierro.
Mientras se aplaudía a las ocho, no nos dábamos cuenta de que estábamos cediendo cotas importantísimas de nuestra libertad y de nuestra prosperidad. De nuestra libertad porque aceptábamos la anulación de derechos fundamentales sin pedir ninguna explicación -incluso había personas que denunciaban a otras, como en los peores tiempos de la Guerra Civil-. De nuestra prosperidad, porque aceptamos como único remedio una solución medieval a la pandemia: encerrarnos para ver si pasaba el virus. Ni medidas de protección o prevención previas, ni cierre de fronteras con China en enero que hubiese evitado la rápida propagación del virus, ni nada de nada. Al aceptar este remedio, empezamos a hundir nuestra economía, al decretar el cierre productivo de la misma: empezábamos a enviar, con ello, la prosperidad y el empleo por el sumidero mientras seguían los aplausos, que nos anestesiaban, y empezábamos a renunciar a nuestra libertad en algo que podría ser el embrión de un experimento social intervencionista, desde un envoltorio paternalista.
Posteriormente, el presidente del Gobierno se fue a Bruselas para tratar de conseguir algunos fondos con los que paliar la situación económica. Allí le dijeron que le procurarían una ayuda, pero condicionada a una serie de reformas, como ha quedado claro en el texto del acuerdo, por mucho que el Ejecutivo lo niegue. Tras recortarle las ayudas y ponerle fuertes condiciones, Sánchez se hizo recibir por sus ministros con un gran aplauso, mientras le hacían paseíllo como si hubiese ganado la Copa de Europa. Un poco más, y montan todos en bicicleta dando vueltas por los jardines de La Moncloa como si fuese la vuelta de honor del ganador del Tour en los Campos Elíseos.
No se acabaron ahí los aplausos, pues el Grupo Socialista en el Congreso y el Gobierno en pleno recibían a Sánchez en la Carrera de San Jerónimo en pie y brindándole una gran ovación, como si de El Cid se tratase: ahí ya no importaban distancias, ni contactos ni nada de nada. Al fin y al cabo, parecía una reedición del despotismo: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Como colofón, entre medias y al final de lo narrado, el homenaje gris en el Palacio de Oriente y la conferencia de presidentes, respectivamente.
En definitiva, imágenes, aplausos y propaganda, pero nada de gestión. Y es que Sánchez y Redondo no venían a gestionar, sino a vender humo que les permitiese una reedición casi eterna en el poder. El virus se ha cruzado en sus planes y les obliga a gestionar, y eso no entraba en su propósito.
De ahí la inexistente gestión generalizada y la mala gestión cuando la ha habido. Han llegado tarde y mal a prácticamente todo y su único afán es que los miles de millones que llegarán de la UE sirvan para darles el combustible necesario para alcanzar el final de la legislatura con posibilidades de ganar de nuevo.
Pero la realidad es otra. Tras los aplausos llegará la realidad; de hecho, ya ha llegado. Ahí están los datos de paro y afiliación de cada mes, que nos dejaron de inmediato, en sólo diecinueve días de marzo, casi un millón de empleos menos. Ahí está la EPA, que muestra el millón cien mil ocupados menos y sólo 13.901.000 ocupados realmente en los meses de encierro. Ahí está el dato de PIB, que por mucho que RTVE jugueteé indecorosamente con las escalas de los ejes de los gráficos, es el que muestra la mayor caída de toda Europa, al perder casi una quinta parte de nuestra riqueza, que se dice pronto. Se puede tratar de engañar con unos gráficos, pero a la larga no se le puede engañar a quien no puede llevar a su casa un plato de sopa para comer.
Y ahí están las colas del hambre por toda España, que nunca pensamos que volveríamos a ver de esa manera en nuestro país. Hay colas del hambre a lo largo de toda España, en todas las ciudades. Sirva como ejemplo la que se forma en Martínez Campos, en Madrid, en el comedor de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, desde casi Fernández de la Hoz hasta la Glorieta de Iglesia.
Paro, destrucción de empleo, pérdida de riqueza y colas del hambre muestran el error en la gestión. Y lo peor no es todo esto, y ya es horrible, sino el horizonte que puede esperarnos en los próximos meses, con un Gobierno que no está a la altura, que piensa gastar los fondos europeos en proyectos medioambientales, de género o de digitalización en lugar de emplearlos en robustecer nuestra capacidad productiva, en realizar reformas estructurales que creen riqueza, como apostar por la energía nuclear -eso es, además, medioambiental-, flexibilizar más el mercado laboral, bajar el impuesto de sociedades y ajustar el gasto para volver a la senda de estabilidad presupuestaria y poder reducir la deuda.
Los aplausos pasarán -de hecho, ya han pasado- y tras la anestesia de estos meses y el calor del verano, llegarán el otoño y el invierno. Cuando pase octubre, podremos ver con mayor precisión cuánto se ha dañado nuestro tejido productivo, que es lo que nos permitirá evaluar cómo de rápida, robusta y sólida será nuestra recuperación o si nuestra economía languidecerá desde el empobrecimiento y el paro masivo que nos está dejando esta situación.
Es la realidad la que se abre camino, y esa realidad es, desgraciadamente, poco agradable, porque el Gobierno ni ha estado, ni está -ni parece que vaya a estar- a la altura. Las grandes palabras, las escenificaciones, los aplausos, tienen un recorrido muy corto, al igual que las mentiras, y, sin embargo, todo ello es el único entorno en el que el Gobierno se mueve de manera plácida, pero la realidad, si no rectifica su política de gestos estériles y contraproducentes, si no invierte bien los fondos europeos en lugar de esa especie de reedición del plan E que quiere hacer, y si no gira hacia una política económica ortodoxa, se llevará por delante al Gobierno, pero, desgraciadamente, éste se habrá llevado por delante antes la prosperidad y el empleo de los españoles.