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Esperanza Aguirre: «Los ministros tienen la instrucción de Moncloa de defender a Ábalos por lo que sabe»

Está convencida de que Sánchez no echaba de menos a Ábalos, sino que lo temía

"La calidad de los políticos ha disminuido"

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Esperanza Aguirre llegó con diez minutos de retraso. Una moto había chocado contra su taxi camino a la entrevista. Nada serio, pero la escena tenía algo de metáfora: como si incluso el azar supiera que la política, cuando es de verdad, nunca transita sin sobresaltos. Bajó del coche con su editor, Salva Pulido. Impecable, sonriente, vestida con camisa blanca y chaqueta rosa. Traía historia. Y unas cuantas historias.

A sus 73 años, quien fuera presidenta de la Comunidad de Madrid, ministra de Cultura, presidenta del Senado y concejal del Ayuntamiento de Madrid, no necesita reivindicarse. No añora cargos, no teme juicios. Dimitió —recuerda— por la detención de su número dos, Ignacio González, aunque, insiste, nada de aquello se ha demostrado aún en los tribunales. Lo que exige hoy, con una vehemencia intacta, es devolver al espacio público el valor de las ideas sin complejos, sin miedo a la incorrección, sin reverencias al poder blando que todo lo disuelve. No le tiembla el pulso al declararse de derechas.

En Una liberal en política, el libro que acaba de publicar, y en la conversación que mantuvimos para El Foco, Aguirre despliega una defensa ardiente del liberalismo clásico, una crítica sin concesiones al sanchismo —ese presidencialismo de consignas— y una advertencia sobre el clima de autocensura que, como niebla espesa, se ha instalado en el debate público. La consigna en Moncloa, asegura, no es otra que proteger a Ábalos para que no hable. De hecho, dice: «Los ministros tienen la instrucción de defender a Ábalos por lo que sabe». Se muestra convencida de que Sánchez no echaba de menos a Ábalos, sino que lo temía. «Ese ‘te echo de menos’ era para protegerse de lo que sabe Ábalos». Quizá el poder se ha convertido en un búnker que ya no protege por lealtad, sino por miedo.

Mira alrededor y ve una clase política debilitada. «La calidad de los políticos ha disminuido. En los primeros Gobiernos de UCD todos tenían sus profesiones y entraban en política perdiendo dinero. Hoy, los diputados socialistas deben su escaño a Sánchez y le obedecen en todo. En el sector privado no cobrarían ni la mitad».

¿Y Ayuso? En ella ve a una política de raza, muy preparada para la batalla cultural. En la Facultad —dice— ya debatía con los progres, con lo que ella llama los nuevos totalitarios comunistas. Cuando habla de ella, no hace falta preguntarlo: le brillan los ojos. No hace falta que lo diga: se reconoce en ella. Se nota. Tampoco quiere el peso de haberle dado la primera oportunidad. «Isabel se ha impulsado a sí misma». Ante la pregunta de si se reconoce en el estilo político de Ayuso, con rotundidad responde que «ambas hablamos claramente, no utilizamos el lenguaje de la izquierda y no escondemos las ideas con unas palabras raras».

Del feminismo contemporáneo, admite no entender ya muy bien sus contornos, pero hay algo que sí mantiene firme: «Hombres y mujeres no somos iguales». Reconoce que las cuotas han traído más mujeres a las instituciones, pero le parecen injustas por definición: «Estoy en contra de toda discriminación. También la positiva. Las cuotas son injustas».

Uno de los pasajes más cinematográficos del libro lo protagoniza Carmen Franco, hija de Franco. Un día la llamó para entregarle los diarios manuscritos de Manuel Azaña, último presidente de la República. Aguirre fue personalmente a recogerlos —sin escolta, sin prensa— y los depositó en el Archivo Histórico Nacional.

Una heredera de Franco salvando la memoria de Azaña. Ese gesto, dice, fue un símbolo de reconciliación. Y yo anoto —no como periodista, sino como ciudadana— que debería hacernos reflexionar sobre lo lejos que estamos hoy de cualquier reconciliación. Vivimos en un país cainita, donde los fantasmas del pasado se agitan con saña y se empuñan como armas. La memoria se ha convertido en trincheras, y el desacuerdo en desprecio. Ya no se discute, se señala. Ya no se escucha, se bloquea. Y en todo este ir y venir de odios, se nos ha olvidado cómo se cede. ¡Qué lejos quedó aquella Transición! Recuerda Aguirre que fue ella quien propuso dedicarle una calle a Indalecio Prieto, en reconocimiento —dice— a que supo rectificar. Fue muchos años después, pero —sostiene Aguirre— pidió disculpas por el golpe de Estado que el Partido Socialista protagonizó en 1934.

No falta autocrítica. Aguirre recuerda que en 2011, con mayoría absoluta, el PP no bajó impuestos, no reformó la Justicia, no enfrentó la ley de memoria histórica. En el libro cuenta que hoy hay demasiados «calienta que sales»: políticos de cartón, sin ideas, sin fondo, sin coraje.

«¿Volvería?», le pregunto. «Nunca me he ido», responde sin dudar, como si lo tuviera ensayado desde hace años. Y quizá lo haya tenido.

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