Pensadores andaluces

Pensadores andaluces
Pensadores andaluces

El jueves pasado disfruté de una cena inolvidable en casa de un periodista amigo. Éramos un grupo de doce personas, todas vinculadas a las letras o a las artes o a los emblemas serpentinos. En una fría noche invernal, en aquel hogar sevillano bien caldeado e iluminado, se creó un ambiente proclive a poner en orden a toda nuestra generación de plumillas, politiquillos y otros personajes ambivalentes con propensión a negar el pecado original. No todos los presentes eran sureños, pero ciertamente todos residíamos y sentíamos un orgullo visceral por la tierra que nos acoge.

Tras los primeros momentos de acomodamiento, nuestros sistemas nerviosos se sincronizaron al unísono, de manera que sentimos la llamarada del éxtasis y del horror en la misma medida. Nadie hubo allí que no percibiera esa energía cálida, placentera y reconfortante que el anfitrión estaba sabiendo crear; de manera que la información que se iba a verter parecía protegida, amparada por una ley divina de bendición y seguridad. Una mesa impecablemente adornada constituía la base, fuente y modelo de aquel confesionario temporal, que dio pie a mil abominaciones que el pudor y la delicadeza hubieran prohibido nombrar en otras circunstancias.

Discurrieron por el mantel prácticamente todos los columnistas de este país y, si alguno faltó, pues francamente mejor para él, porque su poco talento le salvó de la jauría que allí se llevó a cabo. Se destriparon, se disecaron y se volvieron a meter en sus vitrinas de cristal. Afortunadamente, en varias ocasiones pude morderme la lengua, llegando incluso a no mencionar que yo también conocía (y mucho) al plumilla machacado. La verdad es que mi opinión, en los dos casos en que esto sucedió, era muchísimo peor que la que se estaba generalizando, así que, por una vez, agradecí a la diosa prudencia que me cogiera de la mano y me llevara a dar un paseo por el jardín. En rasgos generales, se puso de manifiesto la poca creatividad y el tono estandarizado del facilón “¿eres indio o vaquero?”.

Se trató también el tema de la vida en las grandes ciudades y de esa necesidad que tienen los que viven en la capital de España de salir huyendo de su enorme jaula en cuanto tienen posibilidad. “Es que los del sur no os movéis”, comentamos que nos decían. La respuesta que dio uno de los comensales pudo parecer excesiva, pero hizo que se ganara una ovación generalizada, con brindis incluido y la necesidad de abrir un par de botellas más. “¡Claro que nos movemos poco! Simplemente, porque vivimos la mar de a gusto y no sentimos esa necesidad de huir en un avión a la primera de cambio. No es que seamos menos fantásticos, cosmopolitas o cultos, es que realmente vivimos cómodos y un paseo por el campo vecino o una visita rápida a la playa cercana nos vale como escapada. Los viajes de esnob desesperado los dejamos para otras personas que no tienen nuestra suerte”. “Por cierto -acertó a contestar otro-, la semana que viene invito a mi mujer a Maldivas”. Ja, ja, ja, no había nadie en ese momento más feliz y divertido que nosotros. ¡Qué buen rato pasamos!

La conclusión que saqué de aquella cena ya la sabía, pero me volvió a acariciar las entrañas. El espacio físico que uno escoge para vivir condiciona de manera elemental toda su forma de pensar. La pendiente de las calles, la luz, la vegetación natural, el olor, el canto de los pájaros que allí habitan, los colores predominantes, las costumbres que se han ido sellando a fuego lento entre todos, la forma de saludar, toda esa enjundia que caracteriza a un lugar hace que se proceda la información de una manera particular, diferente a la manera de otro espacio, aunque sea vecino. Esta cena descrita en una casa sevillana, con colegas de profesión y amigos de hace muchos años, me hizo sentirme reconfortada en lo mío y feliz de saber que nuestra cultura española se apoya (y mucho) en lo nuestro, porque hemos tenido mucho que decir y seguimos teniéndolo. Yo defiendo lo mío, que los demás hagan lo propio con lo suyo. Muchas gracias.

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