Los otros 18 de julio

Guerra Civil

A mi vecina Manoli la suerte de su padre le inspira una infinita piedad, tan infinita como la tristeza que le ha inspirado siempre la de su madre. En este mes de julio se agolpan las efemérides que vienen a su caso, la del comienzo de la Guerra Civil en 1936 y la del inicio de la batalla del Ebro en 1938. Pero las diarias contiendas a las que se enfrenta hoy Manoli hacen que estos aniversarios no primen ni mucho menos entre sus preocupaciones.

La batalla de Manoli ha sido siempre la de cuidar de su familia, y sobre todo la de dar a su hijo Manuel la capacidad de valerse por sí mismo, y doy fe de que lo ha conseguido. Ahora se le ha sumado otra batalla, pues a su marido, un hombre jovial, divertido, entrañable, una enciclopedia del Madrid y sus personajes del último siglo, ahora se le está enroscando el olvido como una hiedra asfixiante.

A pesar de todo, Manoli recuerda. Quizás porque su vida está hecha de esa misma fibra que sostiene límpida y vigorosa su memoria. Cuando sólo tenía seis meses, su padre, Jesús, reclutado en Madrid en las filas del ejército republicano, desapareció a orillas del Ebro, en ese choque bélico que entre julio y noviembre de 1938 arrasó la Terra Alta y la vida de miles de españoles de uno y otro bando. Arturo Pérez Reverte lo ha retratado magistralmente en su novela Línea de fuego, como años antes lo hizo en su ensayo sobre la batalla Jorge Martínez Reverte.

Jesús tenía 33 años. Manoli ha cumplido 85, el tiempo exacto desde que su padre desapareció en aquellas colinas ensangrentadas. He recorrido aquellos parajes y en algunos lugares no hay apenas distancia entre los cráteres de bombas que alfombran las laderas. Manoli no sabe ni quiere saber de los detalles de aquella batalla decisiva que selló la suerte de la contienda. Pero ella no olvida el eco en el silencio ni el reflejo en la sombra del cuerpo abatido en un día sin fecha, en un lugar sin nombre, de aquel soldado desconocido para todos, menos para su viuda y su hija.

Hace un tiempo Manoli me pidió que le ayudara a buscar en los archivos que guardan documentación de la Guerra Civil alguna noticia de aquel hombre siempre llorado, al que toda su vida su madre esperó ver regresar a casa a algún día. Lo único que recuerda Manoli es el testimonio de su madre sobre la carta oficial que recibió informándola de que su marido había muerto en el frente del Ebro. Aún no he recibido todas las contestaciones a mis solicitudes de información, y por eso no hemos dado el caso por cerrado.

Manoli no olvida, pero su forma de no olvidar es extender la piedad por su padre a todas las víctimas de la Guerra Civil sin distinción. Y junto con la piedad, el respeto a todas las memorias familiares de aquellos años, también sin distinción. Manoli es el fiel reflejo de ese acuerdo no escrito entre los españoles de su generación que vivieron y sufrieron los efectos de la contienda, y que se plasmó más tarde en el acuerdo de convivencia ampliado a sus hijos y nietos que se llamó la Constitución de la concordia.

Se asumió entonces, de izquierda a derecha, que pasados cuarenta años del final del conflicto no era tiempo ya de buscar responsables, desde la asunción de que «todos fuimos por igual inocentes o culpables, porque a todos nos arrastró un huracán de pasiones frente al que nada podía la voluntad individual de cada uno», en palabras del periodista anarquista Eduardo de Guzmán impresas en su obra Nosotros, los asesinos, sobre su calvario por las cárceles franquistas de posguerra. Se trató, por el contrario, de buscar la verdad para que sirviera de lección permanente sobre a dónde conducen, cito de nuevo a Guzmán, «la incomunicación, el odio y la intolerancia» entre españoles.

Se aprobó en 1977 la Ley de Amnistía, que era una exigencia de la izquierda, y se decidió ofrecer a los españoles que no habían vivido la Guerra Civil un futuro libre de aquel legado de odio, como ya propuso el manifiesto por la reconciliación del PCE de 1956. La misma voluntad que había expresado el socialista Julián Zugazagoitia, ministro de Negrín, en el prólogo de su libro Guerra y vicisitudes de los españoles, para prevenir contra quien pretendiera envenenar con ese legado de odio a las nuevas generaciones. El mismo propósito que Eduardo de Guzmán selló en el prefacio a su citada obra, donde advirtió contra quien leyera su libro buscando «alimentar la llama mortecina de viejos rencores».

A ninguna de estas advertencias hizo caso Rodríguez Zapatero cuando decidió blandir la Guerra Civil como un garrote con el que atizar al adversario para tratar de hundirlo en el fango de la deslegitimación política. Para ello era necesario contar la mitad de la Historia, como él mismo hizo con la de su abuelo Juan Rodríguez Lozano, fusilado por los sublevados en León en 1936, cancelando de su recuerdo su intervención en el sofocamiento del golpe armado revolucionario del PSOE y UGT de 1934 contra la Segunda República.

A punto estuvo el capitán Rodríguez Lozano de morir entonces en Asturias en los combates contra los mineros cuando, formando parte de un grupo de reconocimiento de las tropas al mando del general Franco, fue recibido a tiros por los revolucionarios socialistas el 14 de octubre en la localidad de Ronzón, junto a Vega del Rey, como consta en la página 24 de su hoja de servicios.

Cada cual tiene derecho a abrigar su propia memoria familiar y nadie es quién para juzgarla. Pero tengo para mí que la verdadera ejemplaridad del abuelo de Rodríguez Zapatero fue la de mantenerse leal al orden constitucional republicano en toda circunstancia, cuando fue violentado por el partido del que su nieto sería secretario general y también cuando lo fue por una parte del ejército.

A esta utilización de la Guerra Civil como arma política le anima el propósito de repartir a los españoles en las trincheras de entonces, como reclutas forzosamente enfilados en una de las dos Españas. Falacia que desmiente a diario esta España diversa y plural, de hijos, nietos y bisnietos que provienen de familias cruzadas, con bisabuelos y abuelos españoles que lucharon en bandos diferentes. «Uno de mis abuelos luchó en un bando y el otro en el otro, ¿a la tumba de cuál de ellos llevo flores?», preguntaba hace años en las redes sociales un español en tierra de nadie.

A mí mismo se me ha caído la venda de los ojos al respecto. Fue en el campo de concentración nazi de Mauthausen, durante una inolvidable visita de concejales del Ayuntamiento de Madrid concertada con Amical Mauthausen gracias a los buenos oficias de la incansable Concha Díaz en tiempos de la alcaldesa Manuela Carmena. Dos mujeres, familiares de dos republicanos españoles asesinados en aquel lager, se acercaron a preguntarme si yo era concejal del PP. Mi sorpresa fue extraordinaria cuando, puesto en guardia dada mi posición crítica respecto a la ley de Rodríguez Zapatero, vinieron a expresarme su alegría por acompañarlas en el homenaje a sus familiares: «Es la primera vez que viene a Mauthausen un político del partido al que votamos».

Experiencias como ésta, que reflejan una sociedad española que está muy de vuelta de todo intento de enfrentarnos a cuento de resucitados y reciclados rencores de hace ya casi un siglo, dan la razón a Alberto Núñez Feijóo en su voluntad de superar el guerracivilismo que desde los tiempos de Rodríguez Zapatero, y aún más con Pedro Sánchez, anega todos los canales por los que ha de fluir el respeto, la convivencia y el entendimiento entre diferentes.

Es la premisa fundamental para seguir haciendo de España la nación que sin duda merecen Manoli y su familia en recompensa a su coraje, a su firmeza, a su voluntad de no dar un paso atrás, legado de aquel padre que cayó cumpliendo su deber en el ejército republicano en una trinchera junto al Ebro. De aquella guerra de cuyo comienzo se cumplen ahora 87 años, a su hija le ha quedado la memoria del lugar sin nombre donde yace su padre, y junto a él todos los españoles unidos en el abrazo de los muertos, para que su recuerdo siga inspirando el abrazo siempre esperanzador de los vivos.

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