Una metáfora del sanchismo en el corazón de París

PNV
  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

Pedro Sánchez ha decidido regalar el palacete donde tuvo su sede en París el primer Gobierno vasco en el exilio, en el número 11 de la Avenue Marceau, que hoy acoge al Instituto Cervantes en la capital francesa. Pero ha decidido regalárselo, no al Gobierno vasco, sino al PNV.

Lo hace en pago a su apoyo para mantenerse en La Moncloa, estando cercado como está por la corrupción de su entorno familiar y del círculo de estrechos colaboradores que le ayudó a auparse a la cúspide del PSOE. Es el mismo PNV que contribuyó a la moción de censura contra Rajoy, a quien también le pidió en su momento la devolución de tan singular edificio.
Aquella moción de censura la motivó una condena al PP por un monto de 245.000 euros como beneficiario a título lucrativo, esto es, que Génova no había participado en el delito ni lo conocía. Todo lo contrario de lo que cada vez va pareciendo más evidente respecto de Sánchez y su partido con los casos de corrupción que la Justicia está investigando.

Cuando se debatió en el Congreso el proyecto de ley del gobierno de Aznar para la restitución de los bienes incautados a los partidos políticos por el régimen franquista, el propio PNV votó en contra de una enmienda de Eusko Alkartasuna para que se incluyeran los que pertenecieron a los gobiernos autónomos. Ahora se ve que, en vez de reclamarlo para todos los vascos, los nacionalistas querían el palacete parisiense solamente para ellos.

Durante la tramitación parlamentaria de la Ley 43/1998 se mencionó expresamente el inmueble reclamado por el PNV y se consideró que quedaba excluido de los supuestos contemplados por la norma. Así lo recordó la sentencia del 2003 en la que el Tribunal Supremo rechazó el recurso del PNV para que le fuera devuelto ante la negativa del Gobierno de Aznar.

El Estado español había adquirido el edificio en virtud de sentencia dictada en 1943 por un tribunal de instancia del departamento del Sena, bajo la ocupación nazi de Francia, pero confirmada después de la Segunda Guerra Mundial: por el mismo tribunal en 1949 y por la Corte de Apelación de París en 1951.

Todo este asunto me ha hecho recordar un documento histórico que tuve en mis manos en cuyo membrete aparecía la dirección del palacete del 11 de la Avenue Marceau. Este documento, que cito en mi libro Desertores, llevaba el membrete de la sede del Gobierno vasco en París y contenía los nombres de 164 combatientes vascos, montañeses y asturianos denunciados durante la Guerra Civil en los hospitales de Vizcaya por haberse autolesionado en primera línea entre abril y junio de 1937.

De los denunciados se consignaba que «padecen herida circundada por una aureola lo cual pudiera ser sospechoso de automutilación». La «aureola» se refiere a la marca, un círculo de piel ennegrecida, que la pólvora ardiente dejaba al dispararse el soldado a sí mismo a cañón tocante, en la palma de la mano en la mayoría de los casos.

La automutilación fue un recurso habitual en la Guerra Civil entre las tropas de ambos bandos, a pesar de la épica que impregna sus relatos propagandísticos. En los frentes del País Vasco estuvo a punto de llegar a tener «caracteres de alguna importancia», según reconocía el decreto aprobado el 21 de mayo de 1937 por el propio jefe del Gobierno vasco, José Antonio Aguirre, para agravar el castigo contra los autolesionados.
Aguirre, apodado Napoleontxu por ser también consejero de Defensa, estableció que la pena por automutilación, que en el Código de Justicia Militar era de cuatro a seis años de prisión, pasara a ser de cadena perpetua o muerte, como equivalente al delito de deserción frente al enemigo.

Informes del espionaje franquista explicaban esta medida ante el hecho de que el promedio de heridos en pies y manos evacuados de los frentes vascos llegaba al 35 por ciento.

Los llamados a filas para defender la «patria vasca» preferían mutilarse a sí mismos antes que jugarse la vida bajo las órdenes de Napoleontxu. Otros supuestos defensores de la «patria vasca» decidirían años después que los mutilados no fueran ellos, sino las víctimas de sus cobardes atentados.
Aunque aquel porcentaje de autolesiones del informe franquista pudiera estar abultado, apuntaba a un hecho reconocido en nuestra contienda, que era la facilidad con que este fenómeno se extendía por las unidades, hasta el punto de que los médicos las denominaban «heridas contagiosas».

Desconozco el motivo por el cual el Gobierno vasco en el exilio conservó este documento con nombres de combatientes que se habrían lesionado a sí mismos para ser evacuados a retaguardia. Puede uno figurarse que sería para ajustar cuentas algún día con los que aparecían denunciados en él.
Poca autoridad moral tendrían los nacionalistas para ello después de la deserción general protagonizada por las fuerzas vascas en Santoña (Cantabria) en agosto de 1937, después de pactar su entrega con las tropas de Mussolini al haber perdido el País Vasco. Una vez caído todo el frente del Norte, veinte mil prisioneros, entre ellos numerosos gudaris, pasaron a servir en el ejército de Franco y a contribuir a su victoria.

Abundante es la literatura en el campo republicano sobre la traición de los independentistas vascos y catalanes, pero me limitaré a recordar lo que Manuel Azaña escribió el 3 de julio de 1939, ya en el exilio francés, a su amigo José Giral citando, entre los elementos que ayudaron a Franco, «las felonías de los separatistas catalanes y vascos, que se aprovecharon de la guerra para ser ingratos con la República y desleales a España».

Hecho imborrable es el papel del PNV en el cruento Madrid revolucionario. Su delegado, Jesús de Galíndez, recibió de Aguirre la instrucción de «proteger a los patriotas residentes en la capital y oficiosamente a cuantos vascos se hallaren necesitados de justa ayuda». Ni una palabra sobre la defensa de los demás perseguidos por el terror revolucionario, incluidos los católicos, hermanos de fe de los nacionalistas vascos. «Ni un solo salvoconducto del Partido se dio a quien no fuera vasco probado», reconoció Galíndez en sus memorias.

Deslealtad histórica es también la del PNV con la Guardia Civil, algunos de cuyos jefes y oficiales llegaron a comandar tres cuartas partes de las fuerzas del Euzko Gudarostea, el ejército vasco. Guardia civil fue también el primer jefe de la Ertzaintza, la policía autónoma vasca, Saturnino Bengoa.

Varios de estos oficiales de la Benemérita que dirigieron en el combate a los gudaris de verdad, no los asesinos de ETA, serían después fusilados por Franco. Ahí están sus nombres, recogidos por José Luis Cervero en Los rojos de la Guardia Civil: Matías Sánchez Montero, Eugenio García Gunilla, José Bolaño o Juan Colina.

A ver si en el palacete de París, o en cualquier edificio oficial vasco, encuentra un sitio el PNV para poner una placa que los recuerde, como se merecen también los 243 guardias civiles asesinados y los más de 500 heridos por ETA por cumplir con su deber, fieles a su honrosa divisa.
Ahora, por gracia caudillista de Pedro Sánchez, este palacete, patrimonio de todos los españoles, pasará a ser propiedad exclusiva del PNV, con un poco sutil deslizamiento por el forro de la sentencia del Supremo. Además, los jetzales nos cobrarán por la jetza o la jeta un alquiler de un millón de euros al año para seguir usándolo como sede del Cervantes.

El palacete de París es una más que expresiva metáfora del sanchismo, con un palacio de La Moncloa alquilado a los independentistas al mayor precio que cabe imaginar, el de la viabilidad de la propia nación, y un inquilino dispuesto a enajenar en su beneficio las instituciones del Estado y los recursos del contribuyente para permanecer en el poder a toda costa.

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