Una memoria, todas las memorias
La visita bajo palio gráfico de Pedro Sánchez a las criptas del Valle de los Caídos, hoy rebautizado torpemente como Valle de Cuelgamuros, otro topónimo creado por el régimen franquista, ha merecido muy variados calificativos. Pero ha habido bastante coincidencia en el simbolismo de la puesta en escena: apropiarse de los restos mortales de los allí sepultados para resucitar precisamente las dos Españas cuyos odios y rencores acabaron con sus vidas. Un ejercicio tenebroso, falto de toda compasión y sensibilidad hacia las víctimas de ambas y sus familias.
A modo de anticipo del día del juicio final, alineadas las huestes en hileras de calaveras y fémures, el caudillo memorialista intentaba provocar una nueva batalla imposible entre contendientes fantasmales. Batalla imposible porque, pese a su falaz consigna separadora, con la que trataba de reconocer solo a las víctimas pretendidamente “suyas”, aquellos restos con los que se inmortalizó pertenecían a españoles caídos en uno y otro lado de la contienda, incluso mayoritariamente a los tenidos por “franquistas”.
En efecto, las 33.847 personas cuyos restos están enterrados en el Valle de los Caídos, de las cuales 21.423 están identificadas y 12.424 figuran como desconocidas, pertenecen a las dos zonas en que quedó dividida España por el golpe militar de julio de 1936.
En cuanto a la adscripción a un bando u otro de las víctimas de la Guerra Civil, he insistido siempre en la necesidad de desterrar esta impracticable voluntad de identificación, que no responde a la realidad de una gran parte de los españoles que sufrieron la contienda.
Quizás lleguemos un día al convencimiento de que una inmensa mayoría de las víctimas de la Guerra Civil no pudieron elegir bando. Lo eligieron sus verdugos por ellos en el caso de la represión de retaguardia, y sus reclutadores en el de los muertos en combate. Incluso los que sobrevivieron a la contienda, se vieron forzados en gran parte a participar en ella y encuadrarse en uno de los dos bandos, en ocasiones a costa de perpetrar acciones inconfesables para salvar su propia vida.
El paisano que sin ideas políticas gustaba de tomarse unos vinos en la socialista Casa del Pueblo, como el que por devolver un favor accedió a ser interventor de las derechas en unas elecciones, pagaron con sus vidas la voluntad de sus victimarios de acreditarles como enemigos por meros hechos circunstanciales. Para hacer triunfar la sublevación militar o la revolución había que echar toda la carne en el asador, pero la de los otros, incluso del que te había quitado a la novia, el que tenía un negocio que competía con el tuyo o aquel al que debías dinero.
En cuanto a la recluta forzosa, promovida por ambos bandos desde los primeros meses de la guerra -a falta de voluntarios para luchar, pese a las imágenes épicas de la propaganda- arrastraba a los frentes a un inmenso número de indiferentes, neutrales o, incluso, partidarios del otro campo.
Los izquierdistas que marcharon en los desfiles triunfales de las fuerzas de Franco debieron de ser tantos como los derechistas enfilados hasta el final de la guerra en las tropas republicanas. Solo el celoso cumplimiento de sus deberes militares por parte de unos y otros contra sus propios correligionarios les garantizaba inmunidad a ellos y a sus familias ante el bando que los alistaba.
Las calaveras con las que se retrató Sánchez como generalísimo de la memoria democrática no llevaban ninguna grabada las siglas o símbolos de ningún partido, ni de izquierdas ni de derechas. En ellas está representado aquel «abrazo de los muertos» que me gusta tanto citar, que es el título de las conmovedoras memorias de guerra de José de Arteche. Todos ellos están igualados por la muerte, por la injusticia que sufrieron en el caso de los civiles y por la entrega de sus vidas en el campo de batalla en el de los combatientes, todos españoles, al fin y al cabo.
El monumento de Guadarrama, concebido en principio en exclusivo recuerdo de los «mártires de la Cruzada», se inauguró en 1959 bajo el signo de la reconciliación, término que el PCE había adelantado tres años antes en un manifiesto en el que pedía no hacer recaer el odio de la Guerra Civil sobre las generaciones que no la habían vivido.
Aunque tuviera un origen de parte, el Valle de los Caídos representa hoy para la mayoría de la sociedad española un monumento que honra y recuerda a todas las víctimas. Así lo señalaba en 2011 el informe de la comisión de expertos para el futuro del Valle de los Caídos, presidida por Virgilio Zapatero y Pedro José González-Trevijano:
«En este conjunto monumental se encuentran inhumados los restos de más de treinta mil españoles, de distintas ideologías y territorios, muertos por causa de la Guerra Civil y que merecen nuestro recuerdo y respeto».
Nunca he comprendido el término «resignificación» en el sentido que pretenden dar las leyes de memoria democrática. El prefijo re en castellano no señala cambio de significado, sino repetición o intensificación del que tiene o tuvo. «Resignificar» el Valle de los Caídos es, por tanto, devolverle o intensificar su simbolismo original.
De ahí que el proyecto franchista pretenda en el fondo devolverle su significación primigenia, como monumento de parte, pero ahora de la otra, cuando la comisión de 2011 proponía convertirlo en «un lugar de memorias compartidas». Lo que, en palabras de Santiago González, vendría a ser evitar que en el mayor cementerio de la Guerra Civil las criptas se reconviertan en trincheras, como propugnó Sánchez en su visita al recordar sólo a unas víctimas frente a los restos de las otras, olvidadas por las leyes de “memoria democrática” tan cruelmente como las olvidó el dirigente socialista en Cuelgamuros.
Hacer entendible la complejidad de aquel pasado para quien aún hoy se empeña en dividir la diversa y plural España del siglo XXI en dos bandos, es un ejercicio absolutamente melancólico. Sánchez y sus dos acólitos compartían en la cripta de Cuelgamuros la misma expresión ayuna de conocimiento y henchida de desidia por conocer. Por ignorar, hasta ignoraban que el poder que ostentan se cimentó sobre el abrazo entre los familiares de todas las víctimas.
Uno ha tenido el privilegio de conocer al único español que podía decir que estaba enterrado en el Valle de los Caídos. Se trataba de Eugenio de Azcárraga Vela, alférez provisional que, por un error de identificación con otro oficial franquista caído en la batalla de Teruel, acabó inhumado en Cuelgamuros, en el columbario 1718, en el tercer piso de la cripta derecha.
«Los que están enterrados en el Valle de los Caídos son de mi generación. Forman parte de un pasado del que no podemos sentirnos muy orgullosos», me decía Eugenio, que había visto la cara de la muerte en la guerra hasta en cuatro ocasiones. La misma cara ante la que Sánchez y sus acompañantes sonreían impúdicamente en las criptas de Cuelgamuros como si fuera la máscara de un carnaval, y no el retrato del abismo cainita a que los errores de los políticos empujaron a España hace noventa años y donde ellos se empeñan en hacerla caer de nuevo por conseguir unos votos.
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