Maduro y Sánchez, vidas paralelas
Este 10 de enero de 2025, Nicolás Maduro se autoproclamará, una vez más, presidente de Venezuela. Sin votos, sin actas y, por supuesto, sin vergüenza. La escena en Caracas es un símbolo perfecto de lo que ocurre cuando el poder se vuelve adicto a sí mismo: un tirano rodeado de su maquinaria autoritaria, proclamando su victoria mientras el pueblo, condenado a la miseria y al exilio, clama por justicia.
Mientras la tragedia se desborda en Caracas, en Madrid se dibuja un reflejo que resulta imposible ignorar. Pedro Sánchez, salvando las distancias, parece seguir un guion que a Maduro le resultaría familiar. Porque, aunque el régimen de Sánchez no tiene tanques en las calles ni cárceles llenas de opositores, comparte con el chavismo algo esencial: una obsesión desmedida por mantenerse en el poder a cualquier precio.
Sánchez llegó a La Moncloa enfrentando a todos con todos, alimentando divisiones y utilizando la mentira como muleta para sostenerse. Siete años después, sigue caminando por la misma senda. Su mandato ha estado marcado por la corrupción política e institucional más grave de nuestra democracia, con un Congreso convertido en mercado de favores y las leyes redactadas al gusto de los socios que garantizan su supervivencia. Si algo ha aprendido de líderes como Maduro es que el poder no se delega: se conserva a cualquier precio.
Pensemos en los paralelismos. Maduro gobierna a base de decretos, manipulando las instituciones hasta que no quedan más que fachadas vacías. ¿Y qué ha hecho Sánchez? Convertir el Congreso en un mero trámite, donde el BOE se redacta al ritmo de los votos comprados a independentistas y comunistas. Ambos han reducido el concepto de democracia a un medio para un fin: perpetuarse en el poder.
Maduro ha perfeccionado el arte de las elecciones amañadas, donde el resultado se decide antes de que se abran las urnas. Sánchez, por su parte, no necesita manipular votos: le basta con desnaturalizar las reglas del juego. Indultos a medida, un fiscal general que actúa como su chatbot personal, amiguetes aposentados en el Tribunal Constitucional y Banco de España, reformas del código penal al gusto, ataques en serie a los jueces… Todo vale si asegura su continuidad. Maduro no necesita actas; Sánchez, tampoco, mientras su calculadora parlamentaria siga cuadrando sus ocurrencias.
Si Maduro controla los medios tradicionales a golpe de censura y miedo, Sánchez adopta una estrategia más refinada. No necesita cerrar periódicos; le basta con financiar redacciones amigas y convertir los telediarios en milanuncios sanchistas, donde todo se resume en frases huecas y sonrisas de manual de pasta dentífrica. Y como eso no le basta, persigue a los medios digitales y referentes de opinión con reformas legales y acoso fiscal, buscando silenciar cualquier voz crítica que escape a su control.
Por supuesto, ningún líder obsesionado con perpetuarse lo hace solo.
Maduro tiene a Delcy Rodríguez, siempre lista para activar la maquinaria represora. Sánchez cuenta con otro Rodríguez: el incombustible Zapatero, que ha hecho del servilismo al chavismo un arte. Mientras Maduro encarcela y reprime, Zapatero sonríe en Caracas, vendiendo su “mediación” como un acto de diplomacia, cuando en realidad no es más que una coartada para el régimen.
La tragedia de Venezuela es evidente: un país convertido en un campo de concentración a cielo abierto. Pero España no está exenta de peligro. Siete años de Sánchez han dejado las instituciones debilitadas, las normas del juego desnaturalizadas y una política exterior que parece escrita al dictado de los intereses ideológicos, no de los ciudadanos.
La paradoja es grotesca. En las calles de medio mundo se alzan voces por la libertad de Venezuela, mientras en España se desempolvan fantasmas de otra época para desviar la atención de la vivienda, la corrupción, la inmigración, la inseguridad y la dependencia del chantaje de Rabat.
Maduro y Sánchez no son idénticos, pero comparten algo esencial: ambos ven en el poder no un medio para servir a sus ciudadanos, sino un fin en sí mismo. Lo que ocurre en Venezuela hoy debería servir como advertencia para los españoles. Porque las democracias no caen de golpe; se desgastan lentamente, al ritmo de las mentiras, corrupción y los abusos de quienes las deberían proteger.
La historia de los regímenes autoritarios siempre empieza igual: promesas rimbombantes que huelen más a humo que a futuro. Y siempre termina con pueblos que luchan por recuperar lo que les fue arrebatado. Mientras en Caracas la gente arriesga su vida por democracia, en España se intenta desviar la mirada con un pasado que ya no existe. Ojalá España no tenga que recorrer ese camino. Ojalá.