Madame Bovary, Julián Muñoz y Urdangarin

Carla de la Lá

Uno de los lugares más señoriales de España es el Paseo de Vitoria-Gasteiz, la calle donde se crio Urdangarin (y yo misma) y donde se encuentran el Museo de Bellas Artes, Ajuria Enea y la lehendakaritza, entre otras hermosas edificaciones. Se divide en tres extensos tramos: la Senda, el Paseo de Fray Francisco y el Paseo de Cervantes, y a ambos lados de la alameda, los caminantes son acompañados por centenarios castaños de verdérrimas hojas (en otoño, un espectáculo rojo y fuego digno de los mejores cuadros impresionistas o de las novelas de Flaubert).

El Paseo es célebre por su belleza y porque alberga las mejores mansiones de finales del XIX y principios del XX, aderezadas con jardines esmeralda y, por supuesto, con todo lo relacionado con el ex jugador de balonmano, ex duque de Palma y ex convicto, aunque todavía vitoriano y “empalmado”.

A mí esta historia, amigues, siempre me ha producido ternura y compasión, igual que todas las historias protagonizadas por la endeble condición humana, por muy deportistas, adinerados o privilegiados que sean sus protagonistas. Vanidad de vanidades, todo es vanidad, ¿eh? No sé si Julián Muñoz que cuenta su auge y caída desgarradoramente, sin un ápice de narcisismo, o con un narcisismo muy curtido, ha leído Eclesiastés, pero es sin duda un libro que nos viene al pelo a todes.

Urdangarin siempre fue vecinito mío (hasta que dejé la ciudad a los 17) y alguna de sus hermanas mayores, no las distingo, fue buena alumna de mi padre en la facultad de Medicina. En mis visitas a Vitoria me he encontrado cien mil veces con la familia de la infanta al completo tomando el aperitivo con su prole de querubines o paseando, todos de la mano…

En su momento sentí mucho el encarcelamiento de Iñaki, que, bajo la tormenta de la culpa, el descrédito y la depresión se refugió en la fe, con un rosario y una imagen de la virgen Blanca, patrona de Vitoria…

Siempre lo dije, yo le hubiera perdonado… Detesto la severidad, en cambio soy muy del perdón, como Robert Mitchum en La hija de Ryan. Si yo fuera juez, si yo fuera presidenta o la reina de Inglaterra, que es lo que me hubiera gustado, me iba a poner las botas de magnanimidad y clemencia, con mi corona reluciente.

Me dolía Urdangarin condenado, imaginármelo famélico, preso, visitado por sus angelitos en la cárcel de Brieva con Doña Cristina hecha una Virgen de los Dolores. Pero también me hubiera escandalizado el plegado de todos los estamentos, uno tras otro, en favor del intocable, perpetuando este misticismo tan prosaico que tenemos metido con calzador no sé muy bien dónde.

Aún me cabe una duda muy pop-trash: ¿Disfrutaría Isabel Pantoja el encarcelamiento de Urdangarin como la niña mala que ha sido castigada y sale del castigo con un malvado y retorcido propósito de enmienda?

Sigamos, desde marzo, Urdangarin disfruta del tercer grado y ha vuelto a nuestro vergel Vitoriano, para vivir con su madre (y no con su mujer) cuyo estado de salud parecía delicado (como el de su matrimonio, a más de 1.000 kilómetros).

Hasta esa extraña e innecesaria separación yo pensé que eran felices a pesar de las aventuras extramatrimoniales ya publicadas (hay parejas que se conducen así, sin aspavientos); los veía enamorados, él más sereno, más adusto, más germano vitoriano, ella ¡loca de querer! O al menos terca.

Pero se acabó (me apena y desconcierta todo lo que se acaba ¡maldita impermanencia!) y Urdangui con un sueldo de presidiario. Por su parte, la señora Armentia (de familia trabajadora) llevaba hasta ahora una vida, modesta y discreta junto a su marido (empleado de la Mercedes) y vivía de administrativa.

La génesis de este frenesí tiene su gracia: parece que durante la pandemia, Urdangarin pasaba tantas horas (laborables de teletrabajo) en el Estadio (un Club deportivo agradable al tiempo que asequible) que desde Instituciones Penitenciarias se le sugirió regresar al formato presencial, donde quedó prendado de esta joven (para él joven y para la Infanta, más) que baila en calcetines y leggings canciones populares en TikTok y cuyo aún marido se ha cogido la baja por ansiedad, aunque ya conocía que su mujer albergaba nueva ilusión, que, como digo, no paraba de bailar y de viajar y, porque en Vitoria los había visto hasta san Prudencio.

Cristina también sabía que su compañero de tantos años, no era precisamente un santo e imagino que no hay hostilidad, incluso que seguirá protegiendo al padre de sus hijos para que no tenga que recurrir a vender lo más preciado que tiene, su memoria… Con don Juan Carlos, Felipe y Letizia como personajes principales.

Deseémosles a todos una pronta recuperación, como a esos amigos que contraen el coronavirus. Y que a nadie se le ocurra criticar desde el virtuosismo los desatinos del alma (empezando por mí). Si algo he aprendido en mi azarosa vida es que no es bueno ni bonito criticar las flaquezas ajenas. Cuando criticamos, desvaloramos al otro con el objeto (consciente o no) de aparecer elevados, de emerger sobre la realidad inferior del otro, casi siempre, de acuerdo a la más ridícula parcialidad. Al criticar, estamos reforzando, apuntalando, nuestra irritable autoestima.

Criticar es divertido, pero las personas maduras no critican; las personas seguras de sí no necesitan echar mano de esos groseros ejercicios compensatorios.

¿Saben? Hace años me recreaba poniendo a caldo por WhatsApp a una señora. Como si en vez de Carla fuera Freud, me deleitaba analizando los motivos por los que esta persona era tan redomadamente imbécil. Lo mejor es que lo hacía con cariño y condescendencia. Le contaba a mi mejor amiga que la mujer era uno de esos seres tristes, nubarrónicos, que van arrastrando el invierno por donde pasan, y que eso era debido a que estaba muy muy amargada porque además de una evidente falta de recursos intelectuales, es muy fea y fo**aba poco.

Entonces, presioné el botón de enviar… Adivinen, queridos amigos, a quién, se lo envié.

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