Jaque al Rey y a la ‘España invertebrada’
En su clásica obra España invertebrada, Ortega enuncia una «Idea de España» que no debe sorprender que sea filosófica, y no una mera realidad geográfica, política, y aún menos técnica o administrativa.
Para adentrarse en ese debate desde posiciones solventes, es bueno acudir a referentes de autoridad, al hilo de la palpitante actualidad a la que nos precipita este desgobierno socialcomunista, en plena campaña de deslegitimación del sistema político nacido de la Transición y plasmado en el Pacto Constitucional de 1978.
Decía Ortega que «tuvo España el honor de ser la primera nacionalidad que logra ser una, que concentra en el puño de un rey todas sus energías y capacidades. Esto basta para hacer comprensible su inmediato engrandecimiento. La unidad es un aparato formidable por sí mismo, y aún siendo muy débil quien lo maneja, hace posible las grandes empresas. Mientras el pluralismo feudal mantenía desparramado el poder de Francia, de Inglaterra, de Alemania, y un atomismo municipal disociaba a Italia, España se convierte en un cuerpo compacto y elástico». Esta última definición orteguiana de la realidad nacional española como «un cuerpo compacto y elástico», encaja plenamente en la actual España autonómica, y así lo entendieron ya nuestros constituyentes, como recoge el Diario de Sesiones, especialmente con ocasión de los debates del artículo 2º de la Carta Magna. Incluso en la misma idea de la UE: «Unidos en la diversidad».
Pero esto no lo único de su «Idea de España» que ha quedado reflejado en nuestra Constitución. Como es lógico, en 1921 el filósofo español no abogaba por una Monarquía Absoluta propia del Antiguo Régimen desaparecido con la Revolución francesa sino que, al analizar el proceso de realización histórica de la Nación española, concluye que la unidad garantizada por la Corona, «es un aparato formidable por sí mismo […] que hace posible las grandes empresas». Hoy esas palabras están más vivas que nunca cuando vemos que el objetivo a batir por los partidarios de la destrucción de España, es simple y llanamente la Monarquía parlamentaria y quien la personifica en la actualidad, Felipe VI.
El 3 de octubre de 2017, el Rey pronunció un discurso televisado garante de la unidad y continuidad de España, que le granjeó la adhesión y respeto de todos los patriotas españoles y constitucionalistas, y el odio y la enemistad del mundo separatista. De haber sido otro su discurso, hubiera sido grave e insólito, ya que su papel constitucional como Jefe del Estado no es el de «lavarse las manos» cual Pilatos, como tampoco lo hiciera su padre la tarde del 23 de febrero de 1981. Entre el golpismo y la defensa de la ley no hay equidistancia, ambigüedad, ni «neutralidad» posible. Lo grave es lo que ahora se produce, que es exactamente lo contrario: No se permite la presencia del Jefe del Estado en Barcelona «para garantizar la convivencia», como dice el ministro de Justicia. Curiosos conceptos de justicia y convivencia los de Campo, convertido en un pequeño Chamberlain apaciguador del momento.
Sánchez e Iglesias quieren reeditar el nefasto tripartito de Maragall —que sembró la semilla de la discordia con su innecesario nuevo Estatut conducente a la actual situación— y, para ello, hay que satisfacer las demandas de los republicanos y comunes podemitas, que quieren una «republiqueta» plurinacional y bolivariana, estación intermedia para la desaparición de España, objetivo último de los separatistas socios de Sánchez. Los dos instrumentos en marcha para conseguirlo de forma «suave» pero anticonstitucional —como en las dos anteriores Repúblicas— son, por una parte, el intento descarado de controlar el Poder Judicial —único poder del Estado que aún se les resiste— y, por otra, el del pasado con la «Memoria democrática», para así hacer posible la deslegitimación de la Transición.
Para hacer frente a este cada vez más descarado propósito, hay que reaccionar con todos los instrumentos legales y políticos antes de que sea demasiado tarde. A Sánchez-Chamberlain y su pretendido apaciguamiento del separatismo catalán con su tripartito, habrá que decirle con Churchill: «Podía elegir entre la guerra y el deshonor; eligió la humillación, y ahora tendremos la guerra».
Sustituyan la «guerra» de 1939, por la confrontación, la violencia…, y encontrarán lo que nos esperaría. Para entonces, y ante la deriva suicida de la República, podrían repetir el lamento del republicanismo orteguiano de primera hora: «No era esto, no era esto». Mejor escuchar ahora a Ortega, con su lúcida y previa «Idea de España».