Insumisión

Insumisión

Que Barack Obama ha sido un gran presidente de puertas adentro lo suscriben hasta sus más extemporáneos y reaccionarios enemigos del Tea Party, la caricatura dura de un Partido Republicano que en lugar de mirarse en el espejo de Ronald Reagan se dedica a buscar soluciones a cual más payasesca (léase Sarah Palin o Donald Trump). El presidente estadounidense ha dado la vuelta a la Gran Depresión con una celeridad antagónica a la de una Angela Merkel que tiene secuestrada Europa con sus obsesiones austericidas. El sobresaliente cum laude que con toda seguridad le otorgarían en Harvard a su alumno más ilustre tendría que compensarse con el inmisericorde suspenso de puertas afuera. Que entrar cual elefante en cacharerría en Irak fue un gran error es tan obvio como que dejar Irak es un error aún mayor. La presencia sobre el terreno de la policía del mundo garantizaba una lucha eficaz sobre el terreno contra ese satán que es el islamofascismo, fiel heredero de un nazismo que escribió las peores páginas de la historia de la humanidad junto al no menos sanguinario estalinismo.

Los estadounidenses sufrieron miles de bajas en Irak: 4.000 muertos y alrededor de 10.000 heridos. Cifras tremendas pero a años luz de los 58.000 soldados del Tío Sam que regresaron de Vietnam a su país en esas tétricas bolsas negras que vemos en las películas y de los 303.000 compatriotas que sufrieron heridas que les dejaron secuelas físicas o psíquicas de por vida. Pero el buenismo, que no es algo exclusivo made in Spain sino una pandemia planetaria, acabó ganándole la batalla al realismo y los Estados Unidos de América se largaron por la puerta de atrás después de haber puesto Mesopotamia patas arriba. El adiós del más poderoso Ejército de la historia de la humanidad provocó que los islamofascistas se aplicasen ese cuento del «ancha es Castilla» con el que los españoles describimos aquellos momentos en los que hacemos lo que nos da la gana sin que nada ni nadie se oponga a nuestros designios por muy maléficos que sean. Con la perspectiva que da el paso del tiempo hay que colegir que, indiscutiblemente, fue la peor decisión posible de un presidente que en materia exterior la ha pifiado tanto que ha acabado por entrar de lleno en eso que los psicólogos denominan estrategia del error permanente, que no es otra cosa que incurrir en un error, luego en otro mayor y así sucesivamente. De tal suerte que llega un momento en que vives a merced del error y no puedes salir de él en lo que constituye la madre de todos los círculos viciosos.

Los Estados Unidos abandonaron el país dejando una presencia testimonial y el Hitler de nuestros días, Al Baghdadi, debió cavilar: «Ésta es la mía». Apenas dos años después, tomaban Mosul, que no es una aldea, ni una capital de provincia de 50.000 habitantes, sino una urbe de dos millones y pico de habitantes, poco más pequeña que Barcelona. Allí reventaron todos los bancos, se apoderaron de 2.000 millones de dólares cash y se hicieron con la más moderna tecnología de guerra USA facilitada al Ejército de Irak destinado en los cuarteles del segundo municipio más poblado de la nación. Era la tormenta perfecta en versión satánica. De ahí tiraron hacia arriba y entraron en Siria, donde al inquilino de la Casa Blanca no se le había ocurrido mejor cosa que pasar de todo. El degollamiento world wide del periodista James Fowley fue la macabra señal de que estos pirados iban en serio. Muy en serio. Luego le llegó el macabro turno a Steven Sotloff, después al inglés Haines y más tarde a un par de decenas de libios a los que seccionaban las cabeza a orillas del Mediterráneo mientras sus verdugos grababan las escenas con un nivel de precisión técnico-televisiva que para sí quisieran muchos directores de series USA. A los que aún albergaban alguna duda obviamente no de la maldad de esta gentuza pero sí del peligro global que representan, seguro que las disiparon cuando observaron cómo se incineraba enjaulado al piloto de las Fuerzas Aéreas jordanas Al-Kasasbeh o cuando contemplaron aterrorizados cómo se metía en una piscina a cinco prisioneros encerrados en otra jaula a los cuales se filmó bajo el agua mientras expiraban en una agonía que nos retrotrae al salvajismo hitleriano.

Y, entre vídeo y vídeo, entre avance y avance, entre matanza y matanza del Estado Islámico, Obama tiraba de buenas palabras como toda respuesta. Año y medio largo después, el Estado Islámico controla la mitad de Irak y más de un tercio de Siria, está ya en los suburbios de Damasco, aposenta sus reales en el Sinaí, maneja una porción importante de Libia y el día menos pensado entrarán en Argelia y en Marruecos. Vamos, que están mucho más cerca de Europa en general y de España en particular de lo que pensamos unos ciudadanos que vivimos instalados en nuestra comodidad y nuestra corrección política. No haber actuado contra el islamofascismo a tiempo ha provocado que lo que era un pequeño problema constituya ahora un problema urbi et orbi, mayor probablemente que el de una Al Qaeda que no pasó jamás de controlar unas montañas perdidas en Afganistán y Pakistán. Una serpiente, o te la cargas cuando sale del huevo o corres el riesgo de que te engulla si se convierte en un monstruo de dos metros de diámetro.

Hace mucho tiempo que Occidente tendría que haberse puesto manos a la obra a aniquilar al Estado Islámico. No es una banda terrorista, tampoco Al Qaeda, es algo más: es un Ejército terrorista, que parece lo mismo pero no es lo mismo. El único que lo ha entendido, y miren que me duele reconocerlo, es Vladimir Putin, que se dedica a lanzar bombas sin parar sobre las posiciones de las satánicas huestes de Al-Bagdhadi. La justificadísima muerte de Bin Laden a manos de los Seals yanquis fue el principio del fin de Al Qaeda. Y haber fagocitado el Estado Islámico cuando no era más que un embrión de lo que es hoy nos hubiera ahorrado toneladas de terror a los terrícolas de bien.

Occidente vive instalado en la comodidad y en la corrección política. A los mandamases del mundo libre habría que recordarles lo saludable que es recordar los peores momentos de la historia para no repetirlos. La política franco-británica del apaciguamiento (appeasement) no sólo no consiguió calmar a la fiera hitleriana sino que, mas al contrario, le dio alas para someter media Europa y cometer las mayores atrocidades en 2 millones de años de humanidad. Chamberlain y Daladier son el perfecto ejemplo de lo que nunca hay que hacer cuando te enfrentas al mal absoluto. El más grande británico de la historia, Winston Churchill, les pudo leer la cartilla más alto pero no más claro: «Tenían que elegir entre humillación y guerra y eligieron humillación. Ahora tenemos humillación y guerra». El hijo del duque de Marlborough lo tuvo meridianamente claro: o sangre, sudor y lágrimas, es decir, guerra; o adiós a la libertad. De haber optado por el tan patético como nada práctico apaciguamiento de Chamberlain y Daladier, hoy Europa sería seguramente un continente nacionalsocialista.

Esperemos, pues, que los países occidentales hagan piña de una vez y exterminen de la faz de la tierra al Ejército Islámico. Están en juego nuestras libertades. Nada más y nada menos. Y, mientras tanto, aquí en casa conviene hacer los deberes antes de que sea demasiado tarde. Antes de que, como avanza el gran Houellebecq en una novela (Sumisión) que es menos disparate de lo que pueda parecer a primera vista, la ley islámica sea la obligatoria norma de conducta parcial o total en nuestra sociedad. Antes de que volvamos a ese medievo al que nos quieren transportar los islamistas más radicales. Mayor problema aún que el Estado Islámico en el norte de África es tal vez el quintacolumnismo que mora ya por estos lares. Que el Islam no es una religión de paz (ninguna lo es porque todas se quieren imponer a las demás) lo tengo tan claro como que en la mayoría de sus acepciones atenta contra los derechos humanos y muy especialmente contra los de la mujer y los homosexuales.

Uno de los diez principios fundacionales de esta aventura periodística e intelectual que tiene usted entre sus manos habla precisamente de esto: «Ok a una España integradora pero no multicultural». A todos los que hayan venido o vengan en busca de un futuro mejor a España hay que exigirles que se rijan por los valores constitucionales que permitieron pasar de la edad de la oscuridad a la edad de las luces, de una dictadura a la etapa de mayor prosperidad de nuestra convulsa historia. El que quiera establecerse aquí que deje allá la sharia, los burkas, la segregación de la mujer, la persecución de la diversidad sexual y el odio al que no piensa distinto. Si no, que se vuelvan por donde han venido. Esto no es xenofobia. No. Es, sencillamente, democracia. Francia es el mejor o el peor ejemplo, según se vea, de cuanto digo. El haber optado por una ilimitada política de puertas abiertas y de multiculturalismo ha conseguido que el Frente Nacional sea ya el segundo partido en intención de voto y que los imanes más salvajes hayan transformado sus mezquitas en una factoría de lobos solitarios como los que atentaron contra Charlie Hebdo o como los que el viernes por la noche sembraron París de un terror que sólo los más viejos del lugar recuerdan porque se produjo durante la ocupación nazi.

Ser español o ser francés no es portar un pasaporte con la rojigualda o la tricolor, es interiorizar y aceptar la libertad, la igualdad y la fraternidad. Asumir como propio que somos un colectivo de ciudadanos libres e iguales. Que la mujer tiene los mismos derechos que el hombre. Que la homosexualidad es una conducta tan natural como la heterosexualidad. Que uno puede ser católico, musulmán, agnóstico o ateo. Que la poligamia debe ser perseguida. Que no se puede amputar las manos a los ladrones. En resumidas cuentas, que la barbarie debe ser una pesadilla del pasado y que la Alianza de Civilizaciones tiene la misma virtualidad que un cuento de Heidi. Lo cual no significa que no haya que potenciar a esos musulmanes moderados que callan por el lógico miedo cerval que provocan los islamofascistas. Hay que hacerlo y ahora con más determinación que nunca. Son el resorte ineludible para vencer en una batalla que durará décadas.

Espero que no llegue el día en que como relata magistralmente en Sumisión el loco más cuerdo en este mundo de locos, Michel Houellebecq, los judíos tengan que se refugiarse en masa en Israel porque Europa se ha hecho aún más invivible para ellos, las mujeres tengan prohibido usar faldas, la poligamia sea legal, los abusos sexuales una falta, que la Sorbona o la Complutense sean universidades islámicas en las que los profesores conversos llevan la voz cantante o que llevados de la congoja muchos ciudadanos opten por pronunciar ese «no hay sino un dios y Mahoma es su profeta» que no es precisamente un monumento verbal a la tolerancia. Los estados estúpidos y buenistas que son la regla y no la excepción en Europa deben entender que hay que ser intolerante con los intolerantes. De lo contrario, ganarán la partida antes o después. Es cuestión de tiempo.

Lo último en Opinión

Últimas noticias