¿Hacia un conflicto civil en Cataluña?

¿Hacia un conflicto civil en Cataluña?

En una entrevista que le hizo Pedro J. a Zapatero en el año 2006, el entonces director de El Mundo le preguntó al presidente del Gobierno español mientras paseaban por los jardines de La Moncloa: «¿Se sentirá responsable si dentro de 10 años Cataluña inicia un proceso de ruptura con el Estado?». Y José Luis Rodríguez Zapatero, con aquel optimismo que le caracteriza, contestó: «Dentro de diez años, España será más fuerte. Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos».

El último pronóstico ha sido del actual presidente, Pedro Sánchez, que tras su viaje a Brasil y Chile, se desplazó directamente a Bilbao para participar en un acto de los socialistas vascos. Creo que, en el mitin, llevaba el mismo traje que con Boric.

Sánchez, con ese optimismo que también le caracteriza, afirmó que «hay muchos españoles que tienen dudas con la amnistía, como las tuvieron con los indultos. Les pido que confíen. Con los indultos y con la Ley de Amnistía estamos haciendo una democracia y una España más fuerte».

Pero, con esos antecedentes, me temo lo peor. La verdad es que la amnistía ha resucitado políticamente a Puigdemont, ha insuflado ánimos al independentismo y ha dado alas de nuevo al proceso. Si tras los indultos salieron de la cárcel pidiendo la amnistía, de la amnistía han salido pidiendo el referéndum.

Puigdemont dejaba claro el pasado día 2, desde Bruselas, que «si alguien piensa que renuncio a la unilateralidad, se equivoca». Lo peor de todo es que Pedro Sánchez ha asumido el marco mental de los independentistas. Incluso el lenguaje.

Hemos pasado de la «crisis de convivencia» que decía el líder socialista antes de las elecciones generales del 2019 al «conflicto político», que defienden los indepes. Para los independentistas, en efecto, ha sido como un chute de adrenalina. En su opinión, la amnistía confirma que España es Turquía, que había «exiliados» y «represaliados». Por eso corremos el riesgo de volver a los tiempos duros del proceso. Cuando Cataluña estaba partida por la mitad.

En realidad había tres Cataluñas: los indepes, los constitucionalistas y los inmigrantes -casi un 20%-, que lo único que querían eran papeles. Les daba igual que se los diera el Reino de España o la futura República Catalana. En los momentos álgidos del procés temí un enfrentamiento. El ambiente estaba muy caldeado.

En realidad, «querían muertos», aquella frase mítica que dijo Marta Rovira, la numero dos de ERC, ahora  «exiliada» como dicen ellos en Suiza. El juez investiga su participación en Tsunami.

Y la verdad es que hubo dos, pero del bando no independentista: uno, un turista francés con problemas cardíacos que falleció en la ocupación del aeropuerto después de haber tenido que arrastrar su equipaje durante cuatro kilómetros El otro fue Víctor Laínez, aquel motero de Zaragoza al que Rodrigo Lanza le propinó una paliza por llevar unos tirantes con la bandera española. A este último le cayeron 20 años por asesinato.

Antes había dejado tetrapléjico a un agente de la Guardia Urbana tras lanzarle una piedra durante un desalojo de un edificio ocupado. El Ayuntamiento de Barcelona, con Ada Colau al frente, premió un reportaje en el que cuestionaba la versión policial. Pero, claro, esos dos no eran independentistas. Personalmente, siempre temí un encontronazo, una chispa, un detonante. Como esos incendios de verano que con 30 grados de temperatura, 30% de humedad y 30 km/h de viento se propagan con rapidez.

¿Qué pasaría si los que colgaban lazos amarillos se encontraban de noche con los que los descolgaban? ¿O los que colocaban cruces amarillas en las playas con los que las sacaban? Hubo algunos incidentes en varias localidades. Pero la cosa, por suerte, no fue a mayores.

Ahora volvemos a empezar con un agravante: los constitucionalistas se sienten abandonados por el Estado. Recuerdo que una vez comí con Jordi Cañas, el actual portavoz nacional de Ciudadanos. Hace años que nos conocemos. Desde que era un diputado de a pie en el Parlamento catalán.

A pesar de la imagen adusta y de que parece que siempre esté cabreado, como yo, en las distancias cortas es muy afable. A la hora de los postres le pregunté: «¿Qué haréis si un día vuelven a declarar la independencia?
Defendernos», lo dijo serio, incluso grave. Un escalofrío recorrió mi columna. Incluso me asusté. Aunque lo entendía perfectamente.

Al fin y al cabo él mismo sufrió una agresión en junio del 2019. Le lanzaron, por detrás, pintura a la chaqueta. Me quedé tan impresionado que recuerdo que estaba en la Meridiana y le llamé inmediatamente. En los años de plomo del País Vasco quizá habría pasado otra cosa mucho más grave. Por eso, los no indepes han estado diez años aguantando la matraca y ahora sienten abandonados incluso por el Estado.

Me recuerda, salvando todas las distancias, a Irlanda del Norte. Quizá porque he estado cuatro veces en la zona. La católica Falls Road y la protestante Shankill Road a veces hasta discurren paralelas. Cuando los independentistas irlandeses empezaron la lucha por la independencia idearon una bandera porque, tras 800 años de ser británicos, no tenían ninguna. Se inspiraron en la francesa. Solo que le cambiaron los colores: verde por Irlanda, blanco por el Vaticano y naranja por los protestantes. No sirvió de nada. Los ciudadanos del Ulster, que se sentían británicos, se opusieron a la independencia y, de hecho, consiguieron finalmente la partición. Seis condados de Irlanda del Norte continuaron siendo el Reino Unido.

Los irlandeses del sur, en cambio, es cierto que consiguieron la independencia tras una cruenta guerra con los ingleses (1919-1921). Solo que, cuando vencieron a estos, empezaron a matarse entre ellos en otra cruenta guerra (1922-1923), civil en este caso.

Alguien pensar que mis temores son exagerados, e incluso infundados. Y espero que así sea. Pero nadie se imaginaba, durante la Yugoslavia de Tito, que aquel estado balcánico modélico para muchos comunistas españoles saltaría hecho pedazos.

Tampoco nadie se imaginaba, tras la caída de la URSS, que pudiese haber una guerra entre Rusia y Ucrania, países considerados hermanos. Para muchos rusos, al menos para Putin, no se entiende Rusia sin Ucrania. Para ellos es como si hubiera una guerra entre Asturias y España. Espero, por el bien de todos, equivocarme. Crucemos los dedos.

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