El fundamento de la Constitución española
La Constitución de 1978 cumple 45 años de vigencia esta semana, lo que a la vista de nuestro currículum en la materia, merece ser destacado. El siglo XIX español fue tan pródigo en promulgar nuevas Cartas Magnas como efímera era su vigencia, comprendiendo desde la Constitución liberal de 1812 hasta la Restauración Canovista de 1875. Para unos, la duración de ésta concluyó en 1923 con el pronunciamiento del general Primo de Rivera, mientras para otros su vigencia se mantuvo pasado ese paréntesis, para extinguirse el 14 de abril de 1931 con la Segunda República.
Durante estos 45 años, nuestra Carta Magna ha establecido con claridad el perímetro de lo correcto para el poder ejecutivo y el legislativo. El poder judicial, por su parte, ha interpretado y aplicado la ley con independencia de esos dos poderes, quedando reservado al arbitraje del Tribunal Constitucional dirimir los contenciosos respecto a la sujeción a la Carta Magna de lo emanado de todos ellos.
Con esta Constitución, fruto del consenso, el diálogo y la voluntad de superar las dos Españas que habían llevado a una terrible guerra civil, se pudo alumbrar una Constitución calificada con acierto como «de la concordia». Con ella han gobernado la derecha y la izquierda, nos incorporamos plenamente a la UE y se reconoció la diversidad territorial y la pluralidad política dentro de la «indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». La misma Carta Magna, precisamente, establece esa afirmación como su fundamento, de tal manera que atenta radicalmente contra la misma todo partido político que tenga como objetivo romper esa unidad nacional considerada como «indisoluble e indivisible».
La experiencia vivida desde que Artur Mas, como presidente de la Generalitat, manifestara en enero de 2013 en el Parlament de Cataluña que ponía «rumbo de colisión con el Estado», encendió la mecha que detonaría a continuación el procés separatista. La experiencia ha puesto de manifiesto que la convivencia constitucional es seriamente dificultada desde entonces, lo que obliga a plantear seriamente si es posible aceptar con nuestra Constitución la existencia de partidos políticos netamente separatistas, lo que es un evidente atentado nada menos que contra su fundamento, es decir, contra su propia esencia. ¿Sería aceptable un partido declarado nazi o racista, por ejemplo? Es evidente que no, y pese a que alegaran que actuarían pacíficamente y dentro de la ley, serían declarados ilegales por atentar contra los principios y valores que informan el orden constitucional.
Para no pocos «políticamente correctos», este planteamiento les parecerá anticonstitucional y sobre todo antidemocrático, lo que es literalmente falso. En la democrática Unión Europea no hay ningún estado de los 27 que la integran -salvo España- que no sólo legalice, sino que sean financiados con recursos públicos, partidos que atenten frontalmente contra su Constitución y su unidad nacional. En España, esa línea roja la han traspasado con absoluta premeditación y alevosía dirigentes separatistas catalanes, juzgados con todas las garantías propias de un Estado democrático y de derecho, y condenados por el Tribunal Supremo, la máxima instancia judicial española.
Hace tres años, un Gobierno -el único de la UE con comunistas entre en sus filas- indultó, sin arrepentimiento alguno, a todos ellos a cambio de permitirles seguir en el poder. Ahora, tras su derrota en las elecciones del 23J y para seguir en el poder, ha convertido al máximo exponente de ese atentado constitucional, huido de España para no rendir cuentas de su acción ante la Justicia -como hicieron nueve de sus compañeros- en el protagonista de referencia del futuro de España. Él mismo ha redactado su personal amnistía y marcado la hoja de ruta del Gobierno de España para seguir contando con su apoyo. Y conociendo el valor de la palabra dada por parte de su sumiso interlocutor, exige que se someta a verificación internacional y en el extranjero la política de su gobierno.
La ignominia e infamia es de tal magnitud, que resulta inimaginable que se pueda estar produciendo tal distopía ante nuestros ojos. El único bien de tal desastre es que, cuando se corrija esta situación, se aprenda la lección y se respete sin tapujos el fundamento de la Constitución española.
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