La España cargante
En los años noventa, se puso de moda aquello (un poco cursi) de la evasión. “¡Evádete!”, exclamaban las revistas de portada a todo color, contagiando de alegre lisura a una España más briosa que la actual. Cada nicho entendía el tema a su manera, y lo buscaba y consumía de acuerdo a gustos y apetencias. Para entendernos, la evasión en un muchacho como yo comprendía adquirir un ejemplar de 1984 (revista de cómics para adultos editada por Toutain); mientras que el vecino alemán optaba por evadirse organizando una fiesta en pelotas en su piscina. El obrero se evadía una semana con la señora y los hijos en Benidorm y el burgués de Barcelona hacía una escapadita hasta la barra del Pub 2’40 (ay, si aquella moqueta hablara). Como se ve, los productos culturales eran muy diversos y cada cual hallaba el suyo en un país de verdad libre, liberal si me apuran, donde no habían hecho aún aparición las actuales huestes de la izquierda sentenciosa.
Todo lo bueno acaba y España, país dado a impetuosas ventoleras, a teatrales aspavientos, tiene hoy una curiosa forma de evadirse: a través de la política. En efecto, la crónica rosa parece uno de los postreros mundos que resisten a la uniformización del entretenimiento, aunque esté ya dando señales de debilidad. Las señoras de mesa camilla y tarde junto al televisor han sido secuestradas por el fango de la actualidad politiquera. Todo esto tiene un precedente, una fundación, en los formatos confeccionados en Barcelona (productoras en La Sexta y TV3) y bajo la experiencia del procés: aquella turba de puretas zombies, sobrealimentados de jarabe ideológico, que en lugar de quedarse en casa y hablar del penalti no pitado o del último y escandaloso divorcio se lanzaron a la calle cual revolucionaria troupe. Bonita manera de acabar los días, atribulados abuelos formando cadenas humanas por la república catalana que no existía, idiota.
Quizás alguien pueda pensar que el asunto de la evasión sea secundario. Sin embargo, no lo es. Da la medida de lozanía del paisanaje, voluntad innegociable de airearse respecto a los episodios nacionales. Por desgracia, nos vemos cada vez más prisioneros de una posverdad chillona, instaurada a machamartillo. La televisión, en líneas generales, sucumbe, con indigente léxico, a la fascinación del alarmismo y la realidad contada para un público potencialmente imbécil. Loable quien todavía se empeña en distraernos con algún programa de números musicales o aquel concurso que pone a prueba el conocimiento, esa cosa tan desprestigiada. Evádanse, queridos lectores, al estilo que más les plazca, y verán el próximo fin del mundo con algo de perspectiva.