Las empresas no son felizmente democráticas

Yolanda Díaz
Las empresas no son felizmente democráticas

La vicepresidenta Yolanda Díaz, esa señora iletrada con ínfulas que pretende aglutinar a toda la izquierda de la izquierda tras la agonía que vive Podemos desde que Ayuso se cargó a Iglesias no deja pasar un día sin escupir ideas económicas descabelladas. Después de subir de manera inconveniente el salario mínimo, de prohibir los despidos o de impedir los contratos temporales contra la lógica del mercado, ahora va a poner todo su empeño en democratizar la vida de las empresas a partir de la entrada de los trabajadores en los consejos de administración de las compañías.

No hay precedente de una ocurrencia de esta naturaleza. Es verdad que en Alemania los empleados participan en un llamado consejo de vigilancia de las sociedades, que no es lo mismo que el de administración, y a los simples efectos de observar y ser informados de la adecuación del desarrollo del negocio a los planes previstos y de escrutar el cumplimento de los programas sociales que todas las grandes empresas hacen explícitos cada ejercicio. Nada más. Aunque fuera de otra manera, el sentido común aconseja copiar solo los buenos ejemplos, no los desaconsejables.

Por eso lo que plantea Díaz rebasa cualquier experiencia internacional y carece de sentido por la sencilla razón de que la empresa no es felizmente una democracia. El empresario es el que tiene la idea, arriesga su capital, solo o en compañía de otros accionistas, y busca a los trabajadores necesarios para ponerla en marcha. Si es inteligente se rodeará de los empleados con más talento y ambición. Definitivamente animosos. Con ganas de comerse el mundo. Pero la dirección del negocio le corresponde en exclusiva, igual que las penalidades que afronta cuando la coyuntura se tuerce, que a veces llega a acabar con su patrimonio.

La experiencia enseña, además, que las interferencias que provoca la presencia sindical en las empresas son enormes. Son la causa, por ejemplo, de que no haya en nuestro país más grandes compañías -que suelen ser más productivas, eficientes y rentables- dada la obligación de tener un comité de empresa a partir de una plantilla superior a cincuenta trabajadores. Las pymes huyen de esta exigencia legal como de la peste, y así renuncian a ganar dimensión y posibilidades de negocio. Ya sería de nota que, además de estos privilegios, los sindicatos enredaran en la gerencia y en la dirección estratégica.

Dice la ministra de Trabajo que no hay ningún lugar en el que la democracia se ejerza de manera más directa que en las empresas, «ya que es el único espacio en el que los trabajadores eligen directamente a sus representantes» -aunque no le parece suficiente y quiere todavía más, es decir, que sus amigos las asalten por decreto-. Bueno, bueno… Siendo esto cierto, el asunto de la elección del comité de empresa, hay mucho por matizar. Mi experiencia en el mundo laboral, desempeñando durante casi dos décadas tareas directivas, es que los que se apuntan a las listas para formar parte del comité son, salvo honrosas excepciones -que las hay-, los empleados menos productivos, los más vagos, los más reivindicativos de causas ridículas. Los peores. Para la mayoría de ellos, el objetivo no es defender a los trabajadores, sino blindarse ante un eventual despido, frecuentemente merecido por falta de rendimiento y de compromiso con el proyecto, así como pasar a la buena vida del liberado, que cobra sin desempeño digno de sustancia.

Y los sindicatos, por su parte, lo que quieren es el dinero asociado a su representatividad, así como el poder negociador correlativo, algo que les subyuga por completo y es su única razón de existir. Por eso, las pymes españolas se consolidan desgraciadamente como pymes -para eludir esta plaga de alborotadores sin escrúpulos que rinden cuentas a agentes externos básicamente enemigos de la productividad y del beneficio-, y la economía española está tan lejos de los parámetros europeos del mundo de los negocios.

Como antigua abogada laboralista, como hija de un sindicalista destacado de Comisiones Obreras, la señora Díaz está convencida de que las empresas obtienen «beneficios suculentos» cuando lo cierto, por desgracia, es que gran parte del tejido productivo está en pérdidas y afronta enormes dificultades para no tener que echar la persiana. Ella cree que en este país no hay margen para bajar o moderar los salarios, que se puede reducir la jornada laboral y que lo que conviene es mejorar la vida de las personas, ignorando que lo único que la puede mejorar es un puesto de trabajo estable, acorde con su competencia, y un salario en línea con la aportación de valor añadido del empleado a la facturación de la compañía.

Como no se entera de nada, va de oídas en todo menos en perjudicar al sector productivo y le llegan apuntes vagos de lo que ocurre en otros países como Estados Unidos, también quiere abordar el fenómeno conocido como la Gran Dimisión, con el que se define la auto expulsión de muchos trabajadores del mercado laboral hastiados con su desempeño corriente. Yo no conozco a fondo el fenómeno en América, pero lo que tenemos en España es decenas de miles de empleos sin cubrir, a pesar de una tasa de paro escandalosa, y eso no tiene nada que ver con el capricho inducido por intelectuales aviesos en favor de una vida más amigable, ecologista y pretendidamente humana sino con la falta alarmante de formación de nuestros jóvenes como consecuencia del sistema educativo criminal instaurado por el socialismo desde que tuvo la oportunidad de gobernar y cuya tarea Sánchez quiere completar hasta llegar a la muerte civil de nuestros jóvenes, a los que quiere sólo aptos para votarle a él.

Cuando pase un poco el tiempo y tengamos la oportunidad de comprobar fehacientemente los efectos nocivos que está ya implícitamente provocando toda la mierda legal impulsada por esta ministra chic, bien aseada y vestida, pero intelectualmente vacía e incapaz de construir una izquierda de todo aquello a la izquierda del PSOE porque carece de la cultura más elemental y porque sus recetas son antiguas -y han fracasado probadamente a lo largo de la historia-, veremos en toda su dimensión el daño que puede causar dejar el Ministerio de Trabajo en manos de una comunista que, sin despeinarse, ahora se propone llevar la democracia al corazón de las empresas. ¡Ella, una comunista!

La democracia es el mejor sistema que se ha inventado hasta la fecha para elegir a los gobernantes sin derramamiento de sangre. Que no es poco. Pero no basta para procurar el bienestar común. Este se logra, entre otras cosas, cuando las empresas no son democráticas, ni la educación o la Universidad -que también ha asaltado la izquierda-, o cuando por ejemplo la política monetaria, el control de la competencia o de los mercados de valores está a cargo de profesionales independientes y libre del voto de generalmente unos indocumentados.

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